miércoles, 3 de abril de 2013

'Los últimos días': Barcelonautas contra la agorafobia


Hay gente firmemente convencida de que el mundo, así en general, les debe una. Quizás sea debido a un trauma de la infancia o simplemente a una racha de mala suerte que parece no terminar nunca, pero el caso es que se levantan cada mañana refunfuñando, esperando impacientemente a que el orden cósmico les sonría o, en su defecto, esperando a que deje de putearles de una vez. Lejos de aportar algo positivo a la comunidad, se limitan a criticar todo lo que ven y, si su día es especialmente negro, a amenazar con destruir a cualquier ser vivo que esté a cien kilómetros a la redonda. ¿Por qué? Por todo lo dicho, porqué tienen un serio problema con el mundo, y en el fondo lo único que quieren es ver cómo éste arde hasta los cimientos. Con esta gente es con la que hay que salir de copas, pues a la que el alcohol empieza a apoderarse de nuestro cuerpo, se descubre la bestia que llevamos dentro. Llegado el momento, la gente normal la toma (de forma más o menos cariñosa) con la primera farola que se cruza en su camino, mientras, los gruñones cogen unos cuantos kilos de explosivo plástico... y que sea lo que Dios quiera.

Cualquier excusa es buena para acercarnos un poco más al fin del mundo. De esto se trata al menos para un grupo de cineastas cuyas carreras están regidas principalmente por el leitmotiv del Apocalipsis, siendo el casi siempre deleznable pero a veces divertido Roland Emmerich uno de sus máximos exponentes. Cuando éste anuncia nuevo proyecto, lejos de especularse sobre nimiedades como el reparto o el equipo técnico, lo normal es que las porras giren entorno a qué o quién va a padecer su ira destructiva. ¿Un edificio? ¿Una ciudad? ¿Un país? ¿Un planeta? ¿El universo? A éste último nivel no llegan los hermanos Pastor, pero en su presencia, la Tierra tampoco puede respirar tranquila. Es más, quizás la condenada que pese sobre ella sea todavía más contundente. Para los escépticos, si echamos un rápido vistazo al currículum de dichos cineastas, encontramos que tanto 'Infectados (Carriers)' como 'Los últimos días' se sitúan en un período post-apocalíptico (en ambos casos el globo terráqueo ha sido arrasado por una misteriosa enfermedad), en el que el gran cataclismo ya se ha dado... pero en el que, al mismo tiempo, parece que hay esperanzas para un nuevo inicio.

El principio y el fin... el final y el comienzo. Terminar para empezar de nuevo. El principio del fin y el final del principio. La obsesión por mezclar aquello que empieza con aquello que acaba se vio clara ya en el debut oficial de Álex y David Pastor, en el multipremiado y muy recomendable cortometraje 'La ruta natural' (que para colmo de los palíndromos, puede leerse empezando tanto desde el principio como desde el final), en el que un tipo llamado Divad -¿lo pillan?- vivía en una permanente confusión sobre el sentido y la dirección de su tiempo vital. La obsesión en cuestión se repite, cómo no, en su último y esperadísimo trabajo. 'Los últimos días' empieza por el supuesto final y termina en lo que podría considerarse como un nuevo principio. A nivel comercial, y recuperando a la gente con problemas con el mundo, se vende sola por el morbo destroyer implícito en cualquier película que nos prometa mostrarnos qué le pasaría a un entorno con el que nos sentimos apegados si éste se viera reducido a cenizas. En el caso que nos atañe, le toca el recibir a Barcelona.

La ciudad condal se erige en ilustrativo ejemplo del atolladero en el que ha caído nuestra civilización después de que un terrible pánico agorafóbico se haya apoderado súbitamente de toda la población. De un día para otro, hasta los culos más inquietos se ven biológicamente incapacitados a cruzar el reconfortante (?) umbral de sus hogares, cualesquiera que sean estos. En el exterior, el paisaje está presidido por edificios semi-derruidos, negras humaredas que brotan del suelo de forma aleatoria y calles desiertas en las que los animales campan a sus anchas. Los seres humanos se han visto confinados a un angustioso encierro en las casas y oficinas que tan despreocupadamente ocupaban unos meses antes... y como si hubieran mutado en sucios morlocks, a un subsuelo que ahora se ha convertido en el único espacio común en el que, por supuesto, el conflicto más descarnado está a la orden del día.

No hay invasión alienígena, ni meteoritos que lluevan del cielo, ni ataques terroristas, ni guerras entre estados... o quizás sí, pero como en todo buen relato de supervivencia, y por muchas -torpes- filigranas temporales a las que estemos sometidos, lo que realmente importa es el presente. El horripilante día a día de una no menos horripilante realidad cuya configuración y presentación sin duda allanan el terreno para la metáfora social (''Está pasando algo... y no nos damos cuenta.'' es la frase que condensa un mensaje, algo cogido por los pelos, que nos habla sobre el aletargamiento general que acostumbra a preceder, incluso provocar, las catástrofes de nuestro tiempo), pero que a efectos prácticos facilita la cocción de la esencia aventurera ubicada en el entorno natural de los Pastor: en el principio del fin... quizás en el principio de un nuevo principio. En este aspecto, el esqueleto argumental es tan puro y sencillo que podría interpretarse como un delicioso homenaje (y de hecho así lo atestigua el desenlace de la secuencia del supermercado) al más famoso de los fontaneros videojueguiles. El héroe de la función se sumerge en el inframundo para ir de castillo en castillo, en lo que es una búsqueda desesperada de su amada princesa.

Aplicado a 'Los últimos días', el protagonista se convierte en un obligadamente atípico barcelonauta que, para salvar a su media naranja, viaja a través de unos túneles que se caen por el aplastante peso de la evidencia de que el hombre es un lobo para el hombre. Ir del punto A al punto B en metro... pero todo esto añadiendo a la ecuación el cúmulo de dificultades mencionadas. Muy tentador. Los hermanos Pastor se esmeran en recolectar ingredientes de primera calidad, y la verdad es que en estas labores poco o nada se les puede recriminar... la lástima es que a la hora de cocinarlos no estén tan inspirados. Las buenas ideas que brotan de su privilegiado cerebro (tanto las que definen la red general de conductos como las que dibujan algún que otro atajo que se traduce, por ejemplo, en brillantes internal-jokes barcelonesas, véase la más muerta de nuestras salas de cine, antesala del desenlace de la aventura) se quedan casi siempre en el oscuro subsuelo debido bien a un pulso endeble en la ejecución de los momentos cumbre (culpa de los directores o del despliegue de medios al que si bien no puede recriminársele nada, sí que por el contrario se antoja como insuficiente para la propuesta), bien a unos actores que, sencillamente, no dan la talla.

Marta Etura, una vez más, se acomoda ridículamente en el papel de mujer florero y Quim Gutiérrez, como ya hiciera hace unos meses Hugo Silva, parece contentarse con quedar retratado por un José Coronado que, aparte de salvar la función, luce de nuevo, y por exigencias del guión, un look capilar por lo menos peculiar. No obstante, al final de la experiencia, cuando el eco de los tambores de William Golding suena en la lejanía, permanece aquello que realmente importa: la agradecida digestión de un trayecto en una montaña rusa a la que es muy fácil subirse... y que de paso borra cualquier atisbo de duda con respecto a que el cine de género en nuestro país (hablando de los Pastor, tendrán todos los problemas que quieran con el mundo, pero ninguno a la hora de enfrentarse al survival horror apocalíptico, a la ciencia-ficción, al western... incluso a la odisea cavernícola, todo en el mismo pack), por fin ha superado sus problemas de agorafobia y está saliendo de las alcantarillas. Huele al final de una terrible tendencia, o lo que es lo mismo, al principio de otra mucho más esperanzadora.

Crítica: Víctor Esquirol Milonas (El Séptimo Arte)

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