lunes, 1 de abril de 2013

Crítica de 'Anna Karenina'


Me fascinó de principio a fin ‘Orgullo y prejuicio‘ (‘Pride and prejudice’, 2005). La puesta de largo de Joe Wright en la gran pantalla servía al director británico para ofrecer la mejor adaptación que se haya hecho de una novela de Jane Austen con permiso de la deliciosa ‘Sentido y sensibilidad‘ (‘Sense and sensibility’, Ang Lee, 1995), encontrando en Keira Knightley y Matthew MacFayden una pareja perfecta para encarnar a Lizzie y Darcy. Me fascinó aún más ‘Expiación‘ (‘Atonement’, 2007) una propuesta desgarrada, majestuosa y desasosegante con la que el cineasta se revestía de unas formas narrativas mucho más complejas y estimulantes que las ya llamativas que había exhibido en su anterior filme, arropándose de nuevo en la maravillosa labor que Dario Marianelli llevaba a cabo en los pentagramas. ‘El solista‘ (‘The soloist’, 2009) me atrapó por el mero hecho de la obsesiva recurrencia del personaje de Jamie Foxx para con la música de Beethoven, pero tengo que admitir que supuso un paso atrás en la vertiginosa evolución que Wright había experimentado con sus dos primeras producciones. Paso atrás que se hizo aún más obvio con ‘Hanna‘ (id, 2011) un pretencioso y muy olvidable thriller que se perdía en sus formas y evidenciaba unas alarmantes carencias argumentales a lo largo de su más que irregular metraje.

Quizás porque esperaba que la vuelta a un clásico de la entidad de ‘Anna Karenina‘ (id, 2012) nos devolviera al Wright de sus primeras propuestas, quizás porque ya iba siendo hora que el británico demostrara que lo suyo había sido algo más que una doble y afortunadísima casualidad, aguardaba con ciertas expectativas esta enésima adaptación de la novela de León Tolstói, máxime considerando que su guión venía firmado por el siempre agradecido Tom Stoppard, escritor al que le debemos la soberbia adaptación de la novela de J.G.Ballard que Spielberg rodó en la no menos fascinante ‘El imperio del sol‘(‘Empire of the sun’, Steven Spielberg, 1986) y al que siempre le agradeceré esa grandiosa ‘Rosencrantz y Guildernsten están muertos‘ (‘Rosencrantz & Guildernsten are dead’, Tom Stopppard, 1990).


Por todo ello, comprenderán el tremendo chasco que ha sido encontrarme con una cinta completamente desnuda de dramatismo en la que la voluntad de Wright por llevar hasta las últimas consecuencias la —genial— idea de partida ha terminado provocando una artificiosidad desvaída de cualquier atisbo de sensatez cinematográfica, dando el cineasta una importancia desmesurada a la forma en detrimento de un contenido que no consigue traspasar el lienzo de la proyección.

El manierismo del que hace gala Wright en ‘Anna Karenina’ infecta de forma vírica a todas y cada una de las facetas de la cinta. Una infección que apenas provoca síntomas en la suntuosidad del vestuario, el soberbio carácter de un diseño de producción que era más merecedor del reconocimiento de la Academia que el de la premiada ‘Lincoln‘ (id, 2012), lo preciosista de la fotografía —un trabajo asombroso del colaborador de Wright en ‘Expiación’ y ‘El solista‘— o en la espléndida y lírica partitura de Marianelli; pero que si mina de forma dolorosa la realización del británico y la falsedad de las interpretaciones del trio protagonista —harina de otro costal son los brillantes secundarios—.

En lo que a Wright se refiere, la teatralidad derivada de la premisa de partida visual —la práctica totalidad de la acción tiene lugar entre las paredes de un teatro en perpetuo estado de metamorfosis— provoca que el artificio se vuelva contenido, y que, fuera de cualquier tipo de control, la forma fagocite a la inmortal historia del literato ruso hasta dejarla desprovista del más mínimo atisbo de credulidad: tras un arranque alucinante que juega a placer con el espectador, los constantes e incontrolados coqueteos del cineasta con el “estilo” reinante en la producción van socavando la paciencia del respetable y éste se ve expelido a empellones de una historia que en otras versiones —sin ir más lejos la de la divina Garbo que Alberto comentaba en estas líneas— sí que encontraba una precisa traslación del papel al celuloide.


Tan responsable de ello es el realizador como lo son Keira Knightley, Jude Law y Aaron Taylor-Johnson, un trío de inadecuados intérpretes que se mueven entre lo falsamente desaforado de Knightley, lo exagerado de la contención de Law —quizás el mejor de la terna— y lo hierático de un Johnson al que el papel le queda demasiado grande. Afortunadamente, los excesos en uno y otro sentido del trío principal son equilibrados por la mesura de la que hace gala Kelly Macdonald en el papel de Dolly o la precisa y jovial encarnación que MacFayden logra de Oblonsky, el hermano de Anna.

La excesiva duración de la cinta —si esto no se tratara de una adaptación literaria, mucho se podría argumentar acerca de sus dos finales— es la gota que colma el vaso, atacando de forma directa a la paciencia de un espectador —servidor— que entró buscando el más mínimo resquicio del talento y el pulso narrativo que Wright había demostrado poseer, y se levantó de la butaca perjurando contra un cineasta que ha conseguido mutar mi originaria atracción por su cine en una actitud de exacerbado escepticismo hacia lo que en el futuro tenga a bien ofrecernos.

Autor: Sergio Benítez (Blog de cine)

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