miércoles, 10 de julio de 2013

Crítica de "Star Trek: En la oscuridad"


Con una carrera más bien breve J.J. Abrams ya puede presumir de estar entre los directores más influyentes del Hollywood moderno. Más cercano a Richard Donner que a Michael Bay, tan aficionado a los actores como al espectáculo en bruto, Abrams es una clase de director que recuerda el espíritu ochentero de productoras como la legendaria Amblin. Conviene recordar todo esto cuando se habla de la (su) nueva entrega de Star Trek. Los críticos con el filme han renegado de su falta de humanismo (aquella espina dorsal que recorría la serie televisiva en la que se basa la saga) y de la aparente vacuidad de sus principios. En realidad, la reflexión moral de Star Trek se esconde en la tonelada de talento que desprenden Chris Pine y –sobre todo- Benedict Cumberbatch. La elección de Cumberbatch, actor shakesperiano, descomunal revelación del último lustro cultural, se intuye la voluntad de Abrams de dejar que el equilibrio filosófico de la película (por llamarlo de un modo entendedor) descanse en las espaldas del reparto, más que dos apuntes en un guion volcado en aquella máxima de “no hay negocio como el negocio del espectáculo”.

Cierto, Star Trek: En la oscuridad es pura ingeniería del taquillazo, sin embargo es un producto sólido, fiable, que no rehúye el factor humano y que cumple con todas las expectativas del espectador habitual, del accidental, del fan de Star Trek y de aquel al que la saga se la trae al pairo. Tampoco es menos cierto que cualquier rastro de la criatura de Gene Roddenberry ha quedado enterrada tras una especie de pseudo-gigantismo hollywoodiense (problemas de ganar cinco tallas) pero el sentido del humor y el respeto de Abrams por el respetable sustituyen ese factor con notable elegancia.

El director, niño prodigio que muchos comparan a Spielberg, por aquello de buscar un referente que no deja de tener su razón de ser, es francamente hábil a la hora de construir un blockbuster con todas las letras, pero nunca se olvida de considerar a la audiencia un ser maduro e inteligente más que un simple ente palomitero. Esa es la gran virtud de la saga y –ya puestos- del cine de J.J. Abrams: un respeto, casi reverencial, por aquellos que pagan la entrada, invitándoles a divertirse sin exigirles dejar el cerebro en una urna antes de entrar a la sala. Por eso su Star Trek es un maravilloso ejemplo de cine comercial estadounidense: digno, cachondo y visualmente brillante. ¿A quién no va a gustarle esa receta?

Autor: Toni García (Diario El País)

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