jueves, 4 de julio de 2013

Crítica de "Antes del anochecer"


El que a los 20 años no se emocionó con 'Antes del amanecer' no tiene corazón. Y el que a los 40 lo sigue haciendo lo que no tiene es cerebro. Ni remedio. La reflexión no me queda claro si es de Torrebruno, de Winston Churchill o de su señora, pero es así. Y no me miren con esos ojos de gato melancólico. Si no me creen esperen a ver la brillante, agria y profundamente divertida, todo en uno, 'Before midnight' (Antes de la medianoche), la película presentada en la Berlinale con todos los honores de clásico instantáneo antes incluso de tocar la pantalla. Tres veces antes.

¿Se acuerdan? Corría el año 1997, el cadáver de Kurt Cobain todavía estaba caliente y Ethan Hawke y Julie Delpy se encontraban en un tren camino de Viena. Lo que seguía era algo más que una larga conversación sobre cosas tales como la vida, el amor y el sexo (los tres básicos). Era, en sentido riguroso, un manifiesto generacional sobre lo que significa tener 20 años. Ya saben, la vida antes del colesterol.

El prodigio, pues eso fue, lo firmaba Richard Linklater. Y no contento con ello, tiempo más tarde, en 2004, lo volvía hacer con 'Antes del anochecer'. Entonces, los mismos actores se reencontraban en París ya en la treintena y con el cuerpo marcado por las primeras heridas del camino. Ya saben, todos los sueños de juventud, de repente, no son más que eso, sueños. Y eso, a poco que uno haya madurado mal (no hay forma de hacerlo bien), sabe a brócoli (es decir, mal). Lo peor de tomar decisiones es todas las posibilidades que uno deja detrás. Se decide ser bombero como Steve McQueen y uno ya no puede ser ni piloto ni detective ni timador como, vaya por dios, Steve McQueen. Yo me entiendo.

Pues bien, lo han adivinado, Hawke y Delpy lo han vuelto hacer ya al límite de los 40. Es decir, cuando el colesterol más que una enfermedad se convierte en un estilo de vida. ¿Cuántas cosas se pueden cocinar al vapor, por dios? Estamos en Grecia, la pareja que dejamos hace nueve años en un apartamento de la capital de Francia a punto de casi todo son ahora pareja (casi nada), tienen un par de gemelas rubias y un pedazo de vida por delante que nada tiene que ver con la inmensidad del trozo que dejaron atrás.


Pues bien, Linklater se limita a reproducir el libro de estilo de sus cintas anteriores pero, y esto es nuevo, con la inteligencia en estado de alerta, es decir, perfectamente consciente de que esto es una trilogía; de que la película tiene su propia historia; de que estamos envejeciendo. De nuevo, la conversación de los personajes se bifurca hasta la extenuación en unos planos secuencia cerca del prodigio.

Pero, de otra manera. De repente, ante los ojos sorprendidos del espectador, la película se convierte en un divertido (y algo doloroso, la verdad) juego de espejos donde uno no sólo ve reflejada la vida de los protagonistas sino a sí mismo; a sí mismo contemplando cómo ha envejecido; cómo ha envejecido viéndoles, precisamente, a ellos. En el espejo, qué cosas, estamos nosotros.

Pocas veces uno entra con tanto miedo a un cine, y pocas veces sale más reconfortado. Asusta pensar qué hace otra persona, en este caso un director de cine, con nuestros recuerdos. De cine o de lo que sea. No es pudoroso que nadie meta la nariz en nuestra memoria. Y, sin embargo, ahí, precisamente, está el acierto.

Linklater sabe que el que va a ver la película (o gran parte de ellos) hace tiempo que se tatuó conversaciones enteras de Hawke y Delpy en el córtex cerebral. Y por ello, permite que cualquiera del patio de butacas meta baza en la conversación y construya los huecos de la charla con sus propias estupideces. Pues eso, al fin y al cabo, es casi todo. Brillante, ocurrente, sagaz, amarga a ratos... Vamos, la emoción, no del colesterol, sino de lo que, como la verdad, no tiene remedio.

Autor: Luis Martínez (Diario El Mundo)


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