viernes, 15 de marzo de 2013

'Spring Breakers', sexo, violencia y prestigio


Se ha convertido ya en una tradición el hecho de que un importante sector de la crítica especializada encumbre alguna película mucho antes de que se produzca su estreno comercial. El caso más reciente que me viene a la cabeza es el de ‘Holy Motors’ (id., Leos Carax, 2012), pero cada año surge al menos un ejemplo de esta corriente. El resultado suele ser que la película en cuestión consigue una pequeña dosis extra de notoriedad, aunque a cambio es objeto de fuertes ataques como medida de respuesta hacia el exceso de alabanzas. Hay grandes diferencias según el título que nos ocupe, pero el caso de ‘Spring Breakers’ (id., Harmony Korine, 2012), que llega hoy a los cines de toda España, es bastante singular.

El uso del sexo y la violencia por parte del cine siempre ha sido objeto de debate en Hollywood. El primero parece seguir siendo un tabú para toda producción con grandes aspiraciones comerciales, mientras que no hay problemas para mostrar en la gran pantalla toda la violencia que haga falta siempre y cuando se reduzca al mínimo la utilización de la sangre. Bueno, eso y que no produzca ningún escándalo en el que los políticos o miembros de diversas asociaciones puedan escurrir el bulto echándole la culpa a alguna película. Tampoco suele estar muy bien visto por parte de los ‘entendidos’ que un director tan singular como Harmony Korine decida apostar por una producción mucho más mainstream que todo lo que había rodado hasta la fecha, pero ‘Spring Breakers’ ha conseguido superar todas esas limitaciones y convertirse en la cinta que hay que ver si uno quiere estar a la última en el mundo del cine. No obstante, hay varios peros que poner a una cinta hipnótica y mucho más convencional de lo que aparenta.


Todo el que haya prestado un mínimo atención a la existencia de ‘Spring Breakers’ tendrá grabadas a fuego en su cabeza esas imágenes en las que podemos ver a sus cuatro protagonistas en bikini. Una astuta estrategia comercial, ya que entre ellas se encuentran Vanessa Hudgens, antigua estrella juvenil Disney —era la protagonista femenina de ‘High School Musical’ (id., Kenny Ortega, 2006) y sus secuelas— y centro de varios escándalos por la filtración online de fotos suyas completamente desnuda, y Selena Gomez, cantante y protagonista de la televisiva ‘Los magos de Waverly Place’ (2007-2012), uno de los mayores éxitos televisivos de Disney de los últimos años. La conclusión sencilla era ver en ‘Spring Breakers’ una apuesta de ambas por cambiar radicalmente su imagen de niñas buenas y dar una imagen de madurez con algo más de prestigio que la infame Miley Cyrus, pero esa idea no termina de ajustarse a lo que vemos en pantalla.

Siendo sinceros, sólo hay dos personajes en todo ‘Spring Breakers’ que tienen auténtica entidad individual. El más fascinante de todos es el traficante-gánster-demente interpretado por un casi irreconocible James Franco, quien se deja llevar por todos los excesos habidos y por haber —hasta practica una felación a una pistola—, pero consiguiendo el milagro de no caer en absurdas sobreactuaciones. Él es el alma de ‘Spring Breakers’ —aunque de forma muy diferente a esa misma función que también cumplía en ‘Oz, un mundo de fantasía’ (‘Oz: The Great and Powerful’, Sam Raimi, 2013)— desde que aparece —algo que sucede con la película ya bastante avanzada— hasta su final, pero está a años luz de ser el auténtico protagonista del relato, ya que las cuatro amigas que deciden tener las mejores vacaciones de primavera de toda su vida son el único eje real de ‘Spring Breakers’.


Korine, también guionista de la película, establece de entrada una clara diferenciación entre el personaje de Selena Gomez y los interpretados por Hudgens, Ashley Benson y Rachel Korine. Faith sólo quiere pasar unos días de diversión alejada de la horrible rutina de donde vive, pero no por ello deja de ser una buena chica que mantiene una estrecha relación con su familia y el mundo de la religión —y es que su nombre no es simple casualidad—, pero sus tres amigas de la infancia, que son descalificadas sin piedad por la gente con la que ahora se relaciona Faith, son unas cabras locas que no dudan en atracar un establecimiento para conseguir el dinero suficiente para vivir la mayor aventura de su vida. El problema de todo esto es que sólo el personaje de Gomez tiene alguna entidad individual, con el problema añadido de que la pureza que representa pronto se hace aburrida y reiterativa —uno de los principales males de ‘Spring Breakers’, pero especialmente molesto en este caso—, mientras que sus compañeras de viaje son personajes tan fácilmente intercambiables entre sí que uno llega a olvidarse de quién hizo qué.

Es el trabajo de Harmony Korine tras las cámaras lo que realmente convierte a ‘Spring Breakers’ es un espectáculo muy por encima de los inanes intentos del libreto de ser un relato femenino trascendental. La secuencia de apertura ya nos deja claro que no estamos ante otra película más, lo cual no quiere decir que todo el mundo esté dispuesto a aceptar la valía de una sucesión de jóvenes bailando en la playa, dándose a la bebida y mostrando mucha carne a un ritmo ralentizado que, curiosamente, consigue captar mucho mejor la sensación de fiesta alocada que la sucesión de luces cegadores a toda pastilla en una discoteca. No será el único momento en el que Korine eche mano del ralentí, pero no es el único recurso —el acabado visual, más propio de un videoclip mutante que de una película es decisivo— para mantener al espectador pegado a su butaca durante una película que se divide en dos mitades: La primera es un todo vale con tal de ser feliz, pero dentro de los límites más o menos aceptados por toda la juventud –bebe, drógate, baila sin parar y, ya que estás, fóllate a alguien-, pero en la segunda hay espacio para cualquier ilegalidad o ida de olla imaginable con tal de demostrar que uno es el mejor y que está aprovechando su vida al máximo, o como dicen sus protagonistas: ‘Spring break forever, bitches!’.


‘Spring Breakers’ no reniega en ningún momento de su superficialidad y al mismo tiempo muestra sus ambiciones a través de una puesta en escena quizá demasiado elaborada para una producción de este calibre, un amorfo cruce entre cintas como ‘Asesinos natos’ (‘Natural Born Killers’, Oliver Stone, 1994), ‘El precio del poder’ (‘Scarface’, Brian de Palma, 1983) y la perversión del gran sueño americano, en la que el contenido, en el fondo, es intrascendente e inofensivo por muchas muertes, desnudos o imágenes de gente emborrachándose o drogándose que podamos ver en pantalla. Ya somos insensibles a esos recursos sin que haya un mensaje peligroso detrás —o alguna exageración dramática—, pero aquí sólo encontraremos una apuesta radical por el nihilismo. Eso sí, lo tomas o lo dejas, porque es tan fácil caer rendido a los pies de lo que propone como experimentar una frustrante sensación de vacío que sólo te haga maldecir a la persona que te recomendara su visionado.

Autor: Mikel Zorrilla (Blog de cine)

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