viernes, 11 de octubre de 2013

Crítica de "Caníbal"




A veces la sensación de hambre se parece demasiado a la de náusea. Y no nos referimos a la cocina deconstruida, que también. Al fin y al cabo, la distancia que media entre lo apetitoso y lo repugnante es de apenas unos cuantos metros. La más exquisita de las viandas dista de ser una pasta oscura y fétida tan sólo 800 centímetros. Exactamente, lo que miden los dos intestinos juntos. Y ya sentimos ser tan gráficos.

'Caníbal', la nueva película de Manuel Martín Cuenca, juega a eso: a borrar fronteras, a eliminar los márgenes de seguridad entre los que necesariamente siempre opera el buen gusto. La civilización, quizá. Y claro, irrita. Si en 'La mitad de Óscar', su anterior trabajo, investigaba los límites de ese tabú llamado incesto; ahora se atreve, un grado más lejos, con el de la antropofagia. Hombre come hombre.

Pero, cuidado, sin dramatismos.

La idea es limpiar la cámara, desdramatizar el asunto hasta alcanzar el sitio exacto en el que el acto más prohibido y oscuro alcanza la luz diáfana de la normalidad. La intención no es otra que dejar al descubierto los cimientos de cada una de las creencias más firmes; de todas las convicciones. Las más profundas incluidas. Y así, hasta el derrumbe final, hasta la fría sensación de vértigo que provocan los precipicios.


Un hombre vive en Granada dedicado a sus labores. Por el día trabaja de sastre, meticuloso y cabal. Por la noche, con el alma nublada, la cosa cambia. Entonces, siente hambre y sale a cazar. Meticuloso y cabal. Con la misma precisión que ajusta dobladillos, apila el costillar de sus víctimas humanas, despiezadas y envueltas en papel transparente, en el frigorífico.

Lo que sobre el papel induce a pensar en un 'thriller' infectado de sangre, sobre la pantalla se convierte en una precisa operación quirúrgica. Desangrada, limpia y precisa. La estrategia, en definitiva, no es otra que perforar la carne hasta alcanzar lo otro; y esto otro no es más que la fría sensación de "impunidad" en la que vivimos todos, no sólo los caníbales y los tesoreros de los partidos políticos. Nos referimos a exactamente todos. Hemos llegado. Tiempos caníbales.

De esta guisa, Martín Cuenca compone una de las más sugerentes y oportunas películas de cuantas han pasado por la sección oficial. Su virtud no es tanto su fino olfato para la metáfora como la sensación física de impudor que transmite el protagonista de esta historia; un hombre que, en su salvajismo, se ofrece completamente idéntico a cualquiera de nosotros. Tal cual. Si el trabajo de dirección se antoja tan coherente y profundo como sabio, lo que de verdad apabulla es el vaciamiento al que se somete el actor Antonio de la Torre. Y aquí conviene detenerse.

Autor: Luis Martínez (Diario El Mundo)

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