jueves, 16 de mayo de 2013

Crítica de "La gran boda"



Nos vamos de boda otra vez. Y, otra vez, los que menos quieren casarse, o eso dicen con la boquita muy pequeña o en plan bocazas que no hay quien los calle ni convenza, más contentos dan luego el «sí quiero». Que unas pascuas.

La película de Justin Zackham la «americanización» de una cinta francesa de 2006, tiene trampa: unos primeros minutos bastante gamberros y subidos de tono con el fin de, suponemos, intentar desmarcarse de los tópicos que ya arrastra la comedia en capilla para, luego, sin embargo, cambiar la irreverencia por terrenos trillados. La clase media alta un poco intelectualoide de EE UU (blanca, protestante o no creyente, en este caso) intenta sacar los pies del plato pero de forma moderada.

Que un escultor lenguaraz separado aunque con pareja deba aparentar durante unos días que sigue junto a su ex mujer porque la madre biológica del hijo que adoptaron ambos y que es, al cabo, quien pasará por el altar, no ve con muy buenos ojos eso del divorcio (además, es colombiana...) podría tener gracia y, sobre todo, visto el fabuloso cartel de estrellonas que protagonizan el filme, aunque sigamos sin comprender las razones por las que Jessica Lange aceptó este papel tan vacío y «botoxmizado». Lo de Robin Williams como sacerdote se comprende mejor.

Pero las aguas poco a poco vuelven a los conocidos cauces y algunos de estos enredos, como el de la hija embarazada, van perdiendo fuelle e intensidad a medida que avanza la película. La primera conclusión: por encima de lo que pueda suceder siempre, la familia permanece unida surjan las disfuncionalidades que sean. La segunda: más vale un anillo en el dedo que ciento volando. Y la tercera: a comer perdices todos, aunque se trate de un plato algo extraño para un banquete nupcial.

Autor: Carmen L. Lobo (La Razón)

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