Siempre que se estrena un remake o una adaptación —de una novela, un cómic, un videojuego…— tendemos a comparar el material original con el nuevo, aun cuando pertenezcan a ramas artísticas diferentes, y seamos conscientes de que lo más sensato es valorar cada trabajo por sí solo; ¿cuántas veces seguiremos cayendo en eso de “es mejor el libro“? Creo que es inevitable, porque volver a explorar una historia —desde un enfoque diferente— supone recuperar sensaciones e imágenes que nos han afectado con anterioridad, que hemos asimilado y que forman parte de nosotros, como si fueran auténticos recuerdos. Y estamos cómodos con ellos, nos reconocemos en ellos.
Y ahora viene otro a cambiar la forma de eso que guardamos en nuestro corazoncito de lector o espectador. De ahí debe brotar esa resistencia a aceptar cambios, recortes o añadidos en las películas que parten de una obra previa —como la reciente polémica sobre el villano de ‘Iron Man 3’ (Shane Black, 2013)—, llegando al extremo del fan que es más protector que el propio autor, como si hubiera adquirido el derecho a vetar ideas que no encajen con su interpretación. Antes que un remake o una adaptación pensada para contentar a los seguidores —o sea, para hacer caja— yo prefiero una visión diferente, algo nuevo a partir de lo ya conocido. En parte, por eso defiendo lo que ha hecho Baz Luhrmann en ‘El gran Gatsby’ (‘The Great Gatsby’, 2013).
La pirotecnia de Luhrmann y la pasión de DiCaprio
Cada uno sacará sus propias conclusiones, condicionadas por la lectura de la novela de F. Scott Fitzgerald, el visionado de alguna adaptación anterior —la más famosa la dirigió Jack Clayton— o la apreciación del estilo de Luhrmann —quien por cierto no leyó el libro, lo escuchó—, pero creo que esta versión de ‘El gran Gatsby’ cuenta con una serie de virtudes indiscutibles que hacen que el visionado merezca la pena aunque uno acabe pensando que… el libro es mejor. La primera ya la dejé caer antes: el film ofrece una experiencia única, excesiva en lo bueno y en lo malo. Da la posibilidad de contemplar el mundo a través de una singular mirada; la misma que reinterpretó el romance de Romeo y Julieta (1996) o las fiestas del Moulin Rouge (2001).
Otro punto a favor es el reparto, en especial que Leonardo DiCaprio lleve el disfraz de Jay Gatsby. Se apodera del personaje de tal forma que piensas que no solo entiende a Gatsby y simpatiza con él sino que pone parte de sí mismo en la creación de este enigmático multimillonario hecho a sí mismo, obsesionado por los detalles y la construcción de un sueño perfecto. Curiosamente, la estrella presentó la película en Cannes —lugar inmejorable para tal evento— durante su retiro temporal de la actuación, mientras encuentra la energía y la motivación para volver a implicarse en un rodaje —el último fue ‘The Wolf of Wall Street’ (Martin Scorsese, 2013)—. También es una afortunada decisión que Nick Carraway esté encarnado por Tobey Maguire, a quien DiCaprio ha señalado como su mejor amigo y confidente.
Una luz en la niebla
He ahí el último de los logros que destaco de ‘El gran Gatsby’: su desatado y arrebatador romanticismo. El símbolo del destello verde, la esperanza de recuperar el pasado, la obsesión por un ideal, el sacrificio… La película dura demasiado, la ambientación resulta artificial —esas panorámicas imposibles, el lucimiento del 3D, las postales bélicas, la ciudad en constante celebración…—, los personajes están muy cerca de la caricatura, los giros parecen sacados de una telenovela… sin embargo, el resultado es coherente, es como un cuento, con su dosis de fantasía y humor simplón, el héroe y el villano, el amigo fiel y la doncella en peligro. Pero aquí no hay final feliz. Solo el placer de haber disfrutado el viaje y la nostalgia de esos momentos mágicos irrepetibles.
Autor: Juan Luis Caviaro (Blog de cine)
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