miércoles, 15 de mayo de 2013
Crítica de "La caza"
Aquel mítico plano de M, el vampiro de Düsseldorf, en el que el asesino de niños es escrutado por el autoproclamado tribunal del pueblo, en realidad por la masa, impresionaba por su fuerza metafórica. El demonio, acosado por otro peligroso demonio. El derecho de la vulgaridad del hombre-masa, que diría Ortega. Como los que acosaban a Spencer Tracy en la cárcel de Furia. Como el tímido profesor de parvulario de La caza, nuevo trabajo del siempre interesante Thomas Vinterberg, que se adentra con lealtad en la teoría del ojo por ojo en torno a la pederastia: desde el principio no juega a que el espectador dude entre si es culpable o inocente; no estamos para juegos, es inocente y la platea lo sabe.
Cierto que si fuera culpable estaríamos hablando de otra película, pero en esta no hay duda. Y ahí entra un problema seguramente irresoluble al que hay que acercarse como siempre: con sumo tacto. Y ese problema es la fina línea que separa la imaginación infantil, su aún poco desarrollado conocimiento y, sobre todo, su incapacidad para expresar hechos y sentimientos que le superan (sobre todo si los mayores los dirigimos en lugar de preguntarles), y el hecho fehaciente de que realmente hay pederastas en todas las sociedades. Salvo en un epílogo más equívoco que complejo, Vinterberg se adentra en el infierno con enorme fuerza narrativa (ya lo había hecho en Celebración), aunque su película funcione mejor, siguiendo la retórica del título, cuando apunta que cuando dispara, cuando no da respuestas que cuando intenta darlas con demasiada explicitud. Por eso, en un cine tan impulsivo como el suyo, el momento supremo se logra en la escena que da pie al equívoco. Esa mirada y ese beso son la pureza de la vida, la pureza del cine.
Autor: Javier Ocaña (El País)
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