lunes, 22 de octubre de 2012

Blancanieves y la simbología



Vi Blancanieves la semana pasada, lejos del ruido. Fue una experiencia agradable, diferente, atrevida. Es una película que va de más a menos, pero cada equis tiempo hay un plano o un momento que te distrae de la pendiente descendente por la que discurre: un primer tercio excelente, un segundo difícil, y veinte minutos finales cerrados con prisas en el momento en el que el film se da cuenta de que se ha alejado demasiado del material original y se obliga a regresar al cauce en lugar de seguir en sus propios términos.

Como todo dios sabrá a estas alturas, Blancanieves está ambientada en el mundo del toreo y, por extensión, enmarcada en la tradición y la cultura de la España de los años 20. Berger se acerca a este mundo desde el respeto que le inspira la fuerza visual de sus símbolos, y no hay mejor ejemplo que el de la primera escena, cuando Daniel Giménez Cacho se envuelve (casi literalmente) en su traje de luces, cuyo hilo dorado refulge de tal manera al sol que acaba por transformarse en lo que su propio nombre indica.


© Alta Films

Momentos así, o como el de Blancanieves usando unas pinzas de la ropa a modo de banderillas, no están esparcidos alegremente por el film: conforman, durante sus primeros sesenta minutos, su columna vertebral. Blancanieves no es tanto un film mudo como un filmexperimental, que funciona cuando describe sensaciones no demasiado complicadas de amor, dolor y pérdida en blanco y negro, sin voz y 4:3, y que no marcha con tanta fortuna cuando cambia a una narrativa más tradicional y nos cuenta “qué sucede a quién y por qué”. Así comienza a ocurrir en torno a su segunda mitad, en la que prefiere emplear el transcurrir del cuento como el bastón en el que apoyarse.

‘Blancanieves’ nunca termina de llegar hasta el final con sus propuestas, y sin embargo las abraza sin complejos durante gran parte del metraje

A Berger le importan la luz y los símbolos. No está particularmente interesado en una descripción profunda de España, por muy enraizada que se encuentre en la tradición de los toros, las variedades y el flamenco. Es más sencilla que todo eso. Blancanieves (Sofia Oria/Macarena Gracia) quiere a su padre (Daniel Giménez Cacho) y quiere dedicarse al toreo, como él. Quería a su madre. Quiere a su abuela (Ángela Molina). No odia a su cruel madrastra (Maribel Verdú), pero sí aborrece el sufrimiento que le provoca. La chica está llena de vida, y como ellá lo está, todos quienes la rodean también. Por lo que a la obra original se refiere, Berger capta perfectamente aspectos esenciales como este, pero hace un flaco favor a otros instrumentos más concretos y por “otros” me refiero “al resto”: desde los enanos hasta el beso, pasando por la manzana de marras. Ni espejo, ni cazador.


© Alta Films

Es un mal servicio no solo porque pasa de puntillas sobre ellos –muchos se apiñan en la parte final– sino porque me pregunto qué aportan exactamente a la historia de una chica cuyo mayor deseo es honrar la memoria de su familia. Berger, que está tan desenvuelto en el terreno de las sensaciones y los fundamentos, se va de baretas a la hora de trabajar con la narración y los detalles: amaga con una historia de amor entre Blancanieves y el enano Guapete –¿es correspondido? ¿no lo es?– y para cuando quiere volver a activar en el desenlace a Maribel Verdú, es una tarea jodida porque la buena mujer se ha pasado antes veinte minutos enteros sin peso alguno en el film, y no existe realmente ningún tipo de antagonismo entre ella y Blancanieves. Otro ejemplo: el personaje del enano Cabrón, al que da vida Emilio Gavira, cuyo personaje varía en propósitos dependiendo del minuto.

Además, para cuando comienza la segunda parte del film echamos de menos a Ángela Molina y eso es una pérdida casi irreversible, porque esa mujer tiene un mapa del dolor dibujado en la cara. Sin diálogos, todos los actores se ven obligados a trabajar desde el carácter y desde el histrionismo. Molina, Gavira, Cacho y la pequeña Oria están absolutamente espléndidos. No sólo tienen “uno de esos rostros”, sino que entienden que su interpretación, por encima de todo, tiene un propósito fundamental: DAR FUERZA AL PLANO, más allá de explicarnos cómo se encuentran, trabajar un personaje o hacer avanzar la trama de la película, porque de eso se encargará Berger, con otros elementos.


© Alta Films

Verdú y García sufren. No porque “no lleguen”, aquí las convenciones no se aplican, sino porque en el caso de la primera a) es demasiado joven. Hala, ya lo he dicho. Y b) su personaje tiene demasiados matices y Berger intenta reducirlo al mínimo común denominador, por lo que Verdú a veces no tiene más remedio que convertirse en una villana de opereta. En el caso de García, es que simplemente Blancanieves es un personaje imposible de cojones: una joven enamorada hasta de las briznas de hierba que destila amor y simpatía hasta emborracharnos. La prefiero más niña (pedobear alert), cuando siente miedo, aprensión, nerviosimo y otras emociones que se van por el sumidero y se aplanan conforme se hace mayor, frente a lo que dicta la lógica del crecimiento de las personas.

En resumidas cuentas: Blancanieves funciona mejor cuanto más esencial es. Cuanto más intenta explicarte las cosas, más retrocede. Su lenguaje, vibrante y monumental gracias a la fotografía de Kiko de la Rica y a verdaderos planazos que se saca el amigo, no tiene la cintura suficiente para describirnos pequeños pero imprescindibles matices. Con buen criterio, ni siquera lo emplea para lanzar un mensaje social –”rancia” o “progresista” son adjetivos que no encuentro forma de aplicar a esta película, más enamorada de la apariencia de España que de España en sí–. Sería el colmo de la complicación y no tiene argumentos para ello. No es eso. Lo que Blancanieves sí es: atrevida, desorganizada, irregular, fallida, curiosa, amable, marginal (pero no todo lo que quisiera), inofensiva, elegante. Todo lo demás, es ruido.

Noticia original:
http://www.lashorasperdidas.com/index.php/2012/10/02/blancanieves/

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