lunes, 18 de febrero de 2013

La Jungla: Un Buen Día para Morir


Salí con esta cara después de ver La Jungla 5. Y podría haber dicho lo mismo. ¿Por sí sola? Es sencillo: se trata de un film de acción increíblemente irregular, atrapado entre la decencia y el bochorno más absoluto. En sus peores momentos llega a profundidades de vergüenza como os juro que no he visto en mucho, mucho tiempo, pero según encuentra el ritmo va consiguiendo las fuerzas suficientes para arrancar un clímax como Dios manda: con el rabo fuera. Sucede que “encuentra el ritmo” anulando cualquier amago de inteligencia. Por eso, en el contexto general de la saga y sobre todo si nos vamos al núcleo duro de las tres primeras entregas es, cuanto menos, deprimente. Aquí está la clave de todo esto: en el concepto “Jungla de Cristal” podemos meter muchas cosas, pero “película encantada de abrazar su propia estupidez” es el último que me podía imaginar.

Un Buen Día para Morir es una aproximación más visceral que la cuarta entrega. Menos elegante y fría que la propuesta de Wiseman. John Moore abandona el 2.35:1, acerca los planos al rostro y reduce el metraje a unos sucintos 97 minutos, con el deseo de sustituir la amplitud de la 4.0 por un film más directo y potente. Como todos los planteamientos, en principio es tan válido como cualquier otro –Stallone y Travis/Garland lo emplearon con excelente resultado en John Rambo y Dredd–, siempre y cuando el resto de elementos estén en la misma sintonía. La película, por tradición, le va a dar a McClane y, con suerte, un villano memorable. La agresiva propuesta de Moore requiere solo de dos ingredientes adicionales que parecen fáciles y no lo son: nitidez en sus conceptos y un par de cojones. Necesita, eso sí, de una productora valiente para arriesgar, un guionista capacitado para entenderlos y una estrella comprometida para desarrollarlos. Pues bien: Moore cae presa en más de una ocasión del gran peligro de ese estilo, la confusión visual, y tiene a la Fox, a Skip Woods y a Bruce Willis. La Fox quiere dinero. Bruce Willis quiere regresar a Estados Unidos. Skip Woods quiere parecerse a Mickey Rourke. La Jungla 5 no solo no tiene plan, sino que durante una increíble parte de su metraje arruina ventajas ganadas en años anteriores.


Las hay, maldita sea. No es un fiasco total y absoluto. Momentos aislados como el del prólogo: McClane va a buscar a su hijo a Rusia, donde está detenido por asesinato. Minutos antes de llegar a los juzgados, conversa de forma amistosa y perfectamente humana con un taxista (Pasha D. Lychnikoff, quien merece ser nombrado). Las dotes de interacción de Willis parecen en su sitio. Moore se permite incluso una mirada a cámara lenta de padre triste cuando John ve por primera vez a su hijo, con quien no se habla, después de tanto tiempo. El director incrementa la tensión de la zarracina que va a seguir con un suave “tic-tac”. Algo explota. Cinco minutos después, cuando todavía estoy intentando orientarme, me encuentro con otra película: una en la que un calvo demente al volante destroza docenas de vehículos –posiblemente con gente dentro–, pega a un pobre ruso para que me eche unas risas, y sobrevive sin ningún rasguño a dos hostias capaces de fundir a un muñeco de pruebas mientras habla con su hija por teléfono. Y ni siquiera es el protagonista de esa escena. Algo ha pasado.

Lo que ha pasado es que, con el tiempo, Jungla de Cristal (el género, en general) ha ido distanciando la aventura de los personajes hasta el punto que las escenas de diálogos han terminado completamente disociadas de las secuencias de acción y el thriller elaborado ha dado paso al cacharrismo. Sucede desde la tercera entrega y aumenta en la cuarta, pero en ambas la original premisa lograba sostener medianamente los acontecimientos. Un Buen Día para Morir, construida con una trama estándar de espionaje, no tiene ni eso. Moore no es un santo varón: sus limitaciones quedan demostradas en la confusa persecución inicial –donde desaprovecha cualquier oportunidad para sacar partido del enredo– y pinta todos los fotogramas a mano con color azul, pero cada vez que ve un atisbo de humanidad, tensión, suspense, cierto carácter distintivo en el libreto de Woods, va a por ello como un jabato. Y cuando lo encuentra, consigue hacerlo cercano, gracias a su propuesta.

Pero “Impersonal” ni siquiera se acerca para describir el guión de Woods, un individuo que encontró su sitio en Hollywood merced a una tarantinada como Thursday y desde entonces ha producido el nivel medio de guión más cutre de todo el sistema de estudios, ignorando principios absolutamente básicos: su universo es inconsistente y genérico, plagado de conveniencias, que ignora cualquier tipo de agarre capaz de proporcionar un aspecto único al film. Su “Rusia” es un sitio reducido a oligarcas y bares de copas, donde hay armas en cada maletero, donde las fuerzas de seguridad no existen y si tienes suerte te vas a encontrar un helicóptero militar en un tejado público a plena luz del día, como el GTA. Sus McClanes son un adolescente capullo y un viejo aún más capullo intentando abrazarse en su capullez. Sus villanos son un mero esbozo (ni siquiera me meto con los secuaces, cuyo número es indeterminado y varía a más o a menos dependiendo de cada secuencia) y cualquier carácter amenazador, siniestro o meramente empático procede de los actores que los representan–los tres tan excelentes, por cierto, como criminalmente infrautilizados–. Sus intenciones nunca quedan remachadas con la rotundidad suficiente y su capacidad estratégica individual no les da ni para jugar al Pong, así que Woods hace lo que puede para ayudar, como en esa secuencia en la que os juro que entran por un portal cósmico, porque no sé de dónde salen.


McClane ya era un conjunto de pullas en 2007, pero ciertos conceptos como “poli analógico, mundo digital” daban cierta idea de que los acontecimientos a su alrededor le afectaban de alguna manera. Aquí, en los dominios de Woods, los efectos de su presencia son mas accidentales que nunca, inversamente proporcionales a su resistencia a los golpes, y la relación con su hijo es resuelta en tres momentos aislados de descanso. Son problemas de peli desganada, de peli de plantilla exacerbados por elementos directamente pésimos, como el señor guionista o los resbalones de su director. Sería más fácil criticar la apatía de Willis (telita) o la incapacidad de Courtney para  dotar de cierto misterio a un quarterback de instituto, que es su personaje, si alguno de ellos desaprovechara algún elemento en particular. Pero aquí no tienen nada: las líneas de McClane ni siquiera son graciosas, y sus gestos de altruismo –la maldita y puta razón por la que empecé a adorar a este fulano en 1988– prácticamente inexistentes.

La bombilla del film se enciende en su clímax final. Quizás demasiado tarde -o no, los 97 minutos juegan a su favor-, pero lo voy a defender con la mano en el corazón, por muy absurdo que sea. Es un momento en el que reluce la mejor versión que jamás tendremos de este film: una en la que el gran Sebastian Koch consigue la relevancia que merece, una en la que se ven pequeños despliegues de astucia por parte de los villanos, en la que se aprecian ciertos actos creativos de violencia, en la que Woods pasa a un segundo plano (y a cobrar el cheque), en la que tenemos a un secuaz distintivo (un soviético parecido al calvo del Metal Slug) y en la que culmina la relación entre nuestros dos protagonistas. Es una secuencia de acción con una relativa cantidad de huevos que se las apaña para enseñarnos brevísimamente el derrotero que podría haber tomado el film si la propuesta anárquica de Moore hubiera llegado hasta el final y, al mismo tiempo, lo lejos que quedan tiempos pasados. Ninguna saga de acción va a sufrir tanto, por sus requerimientos, como Jungla de Cristal. Necesita amor, cariño, talento y cierta magia. Necesita a personas. Y si este “Hollywood de hoy en día” me ha enseñado algo es que la saga debe terminar aquí, salvo giro COMPLETAMENTE RADICAL. Algo he aprendido de mi experiencia como espectador, y es que con las franquicias siempre puedes caer más bajo. Y aquí la luz apenas llega.

Autor: Rafa Martín (lashorasperdidas)

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