lunes, 11 de noviembre de 2013

Crítica de "El Juego de Ender"


El mayor enemigo de El Juego de Ender soy yo, lector de la novela original de Orson Scott Card. Y el caso es que todas las ideas, todas, que me habría gustado ver en la adaptación de El Juego de Ender ESTÁN en la adaptación de El Juego de Ender. Gavin Hood está francamente enamorado del material, los intérpretes le responden, las batallas molan. Ha simplificado, sí, porque el film carece de un importante componente político visto en la novela y, sin embargo, ha conseguido a cambio más foco en las relaciones personales y en la lucha interior de nuestro protagonista. ¿Cuál es el problema? Su narración increíblemente irregular. Impecable, potente e inteligentísima en las escenas de combate, enormemente deficitaria en los momentos más pausados, con más “contenido”, donde la película va demasiado rápida, no deja espacio para respirar, para que emerjan matices, para que las revelaciones nos impacten, para los momentos sutiles y pequeños detalles. En otras palabras: el peor enemigo de esta adaptación El Juego de Ender es la creencia de que debería estar ante un film de autor, cuando en realidad es la obra de un estimable machaca que recupera parte de la valía que le ví en Tsotsi, y perdió completamente con Orígenes: Lobezno. ¿Personalmente? Aun con todas su deficiencias, me alegro de que esta película exista. No como adaptación. Como película en sí. Demasiadas cosas buenas tiene como para mandarla de una patada al quinto chumino.

El Juego de Ender es la historia de la fabricación de un líder militar. Andrew Wiggin es elegido para liderar el ataque final de la Tierra contra una raza alienígena, conocida como los Insectores, que casi acaba con el planeta la última vez que nos visitó. Andrew es un chaval excepcionalmente inteligente, sagaz, empático y cariñoso. Ninguna de esas cualidades sirven a su instructor, el coronel Hiram Graff, quien –no sin cierta penica– busca sacar lo peor de él precisamente porque es lo que le hace único: su metódico instinto asesino. Es este instinto por el que Andrew se convierte en Ender, líder de hombres y destructor de mundos, dotado de inteligencia táctica fuera de la escala, aplastante capacidad de liderazgo, y sobre todo un despiadado sentido de la victoria, por el que mata sin ningún tipo de miramientos para no tener que pelear de nuevo. Frente a los esfuerzos de Graff por deshumanizarle, por convertirle en una herramienta, Ender/Andrew, por su propia vía –y con la ayuda de un instrumento de análisis psicológico conocido como El Juego del Gigante, una réplica en forma de videojuego de su propia personalidad–, intenta luchar por un término medio, en el que sea posible vencer, sin aniquilar. Vencer, sin dejar de ser humano.

“Al combatir con alguien lo entiendes, al entender a alguien lo amas, al amar a alguien lo destruyes”. Con estas palabras de Ender, más o menos, arranca el film. De los variados temas de la novela, este es uno de los grandes y de los más difíciles, y siempre me queda la sensación de que El Juego de Ender nunca llega a profundizar en este razonamiento. Eso sí: es una idea que me llega sobre todo por los actores. Asa Butterfield simplemente está excepcional, sin más, y Harrison Ford está implicadísimo en el film, a pesar de que el personaje no favorece una interpretación dada a las florituras. Si hay una constante emocional en la película, es la inmensa tensión que Andrew/Ender soporta sobre sus hombros, y que Butterfield traslada siempre con la intensidad apropiada. Es además el nada típico actor mucho más maduro de lo que aparentan sus años. Excepcionalmente inteligente y dotado de recursos para dar credibilidad tanto a la faceta más infantil y emotiva del personaje como al veterano líder bélico que esconde, y su altura, un 1,80, compensa su evidente falta de kilos a la hora de llenar el plano. Siempre conserva un equilibrio entre ambas facetas, incrementando con su sola presencia el cociente intelectual del film.


Esa intensidad se percibe especialmente en las secuencias de combate, en las cuales se nota que Hood y todo el equipo están echando toda la carne en el asador. No tanto por impacto visual, sino por el respeto a la letra de Card, que cinematográficamente se traduce en combates donde la estrategia militar es un factor fundamental, y requiere para ello de una claridad narrativa impecable. Nunca, jamás, perdemos ripio del plan a seguir, gracias en muy buena parte al diseño de producción (en especial en el clímax, formado por combates espaciales desde un “simulador virtual”: a pesar de que participan millares de naves en juego, siempre sabemos exactamente cuáles son las intenciones de determinada formación). Hay incluso un par de momentos bastante EPIC. Bien por Hood. El hamijo, volando en las alas de la audacia, introduce además un componente de riesgo con las secuencias de El Juego del Gigante, momentos en los que atisbamos el verdadero funcionamiento de la mente de Ender a un nivel muy simbólico, y en los que la película no solo queda enriquecida por estos cambios de ritmo, sino que alcanza un grado de introspección nunca vista en una producción Summit.

Momento, por desgracia, a partir del cual la película entra en un terreno que le viene demasiado grande. Me explico: a pesar de las ventajas que comportan estas secuencias, rara vez me dejan huella. Parecen un añadido más, en lugar de un momento que sirve para impactar, para definir a Ender y para entender su comportamiento. Esto se aplica a las escenas dramáticas, casi por norma –la conversación de Ender con su hermana, los pocos momentos de intimidad padre-hijo con el coronel Graff–. Todas ella están rodadas de la misma forma. Plano. Contraplano. General. Banda sonora constante por encima de los diálogos. Ninguna de ellas con un particular peso específico. Hood simplemente considera, acertadamente, que deben estar ahí. Pero hay muchísimos minutos del film en los que las secuencias no dan sensación de conjunto. Simplemente las está cascando sin ton ni son. Nunca culmina las relaciones entre Ender y los demás, ni con Graff, ni con su gran aliada en combate, Petra Arkanian o con su hermana, Valentine (Steinfeld y Breslin, correctísimas en dos papeles reducidos a accesorios). El camino que ha tomado Hood es el de los personajes, y los personajes necesitan cierre. ¿Queréis más argumentos? Apenas hay sensación de interacción entre los personajes porque rara vez comparten el mismo plano en las secuencias (particularmente dañino para Viola Davis, tan eficaz como limitada, al igual que sus compañeras juveniles) y el verdadero clímax del film, donde Ender “cierra el círculo”, está criminalmente infradesarrollado. Dos planos y a tomar por culo. La batalla física de Ender termina mil veces mejor que su guerra personal.

El fantasma de Starship Troopers planea por aquí. Primer ejemplo que me viene a la cabeza sobre ciencia ficción socio-militar. Y es un error. Hay que despejar esta idea. Al contrario que Verhoeven, Hood ha elegido no adoptar ningún tipo de opinión personal sobre la historia, lo que nos permite juzgar con independencia a los personajes. Es una apuesta que canjea personalidad por distancia, pero en este caso tiene cierto matiz beneficioso, y gracias a ello, Hood rompe el patrón del “saco de adaptaciones” de la productora. No obstante, la falta de mano izquierda invita a pensar en que el director casi prefiere la distancia como el menor de los dos males, porque así se nota menos que acaba perdido en los aspectos del material que tienen dificultad extrema. Con todo, Hood ha intentado configurar mucho más que un blockbuster juvenil Summit (con más éxito que Niccol en The Host) y el resultado es una película con algunos “peros”, algunos bastantes gordos, pero que me ha ganado con el paso del tiempo.*

Autor: Rafa Martín (lashorasperdidas)

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