martes, 13 de agosto de 2013

Crítica de "Lo que el día debe a la noche"


Hace unas semanas se estrenaba en nuestro país Hijos de la medianoche (Deepa Mehta, 2012), exótica y épica adaptación de una novela de Salman Rushdie que no conseguía aprovechar su larga duración para madurar su historia. Lo que el día debe a la noche (Ce que le jour doit à la nuit), de parámetros muy similares y duración incluso mayor, está a punto de cometer el mismo fallo pero lo evita por un par de razones que trataremos más adelante. Antes nos permitimos destacar la curiosa coincidencia de que la cinta de Arcady se estrene menos de un mes después de la de Mehta en nuestro país, como si el verano no fuese solo la temporada idónea para acoger blockbusters fantásticos y animaciones infantiles sino también epopeyas trágicas y románticas muy del gusto de las agencias de viajes. El contexto previo de colonización y su inevitable independencia también conforman el marco de esta película, que parte de la novela de Yasmina Khadra para situarnos en la Argelia francesa de mediados del siglo XX. Estamos pues ante un nuevo caso dramático cuya evolución vendrá marcada por la de toda una nación, algo que facilita la fabricación de conflictos y adelanta previsibles desenlaces.
 
El foco vuelve a ponerse igualmente sobre un personaje pobre y aparentemente irrelevante que por algunos giros del destino pasa a representar de una forma extraordinaria el contraste entre los dos bandos de una sociedad: el francés colonizador y el argelino colonizado. En efecto, la historia arranca con la obligada mudanza de un niño árabe llamado Younès, junto con sus padres y su hermana pequeña, después de que sus cosechas se conviertan en cenizas. Malviviendo durante un tiempo en Oran, sin que el padre consiga un empleo nuevo y rentable, el niño es adoptado por su próspero tío farmacéutico para que él y su mujer puedan cuidar de él y le den una mejor educación. Sin embargo, las rebeldes ideas políticas de ese tío les obligan a los tres a salir de la ciudad, por lo que Younès definitivamente se instala en una población costera llamada Río Salado, donde es rebautizado como Jonas y donde parece integrarse plenamente entre sus compañeros francófonos. Tras este alargado prólogo la película da un salto de varios años para mostrarnos a un Jonas crecido y esbelto, entrando en acción en una secuencia de ocio en la playa que apunta los dos frentes del drama al que asistiremos durante el resto del metraje: el de la progresiva rebeldía de los nativos, a través de la broma despectiva que uno de los amigos franceses de Jonas pronuncia en dirección a su sirviente árabe, por la que aquel también se siente ofendido; y el del caluroso romance que se vivirá en esos campos soleados, ejemplificado en el pecho lampiño y musculoso de Jonas que enseguida atrae a un madre soltera recién llegada al sitio. 
 
 
El protagonista ha alcanzado por tanto una posición social envidiable, a punto de acabar sus estudios universitarios, pero ello le genera tanto el rencor de los de su etnia como el recelo de algunos de los franceses. De esta manera encarna los sentimientos enfrentados a los que puede conducir un dilatado proceso de colonización, cuya salida real el director no apoya del todo. Tales sentimientos también se los encuentra Émilie, la hija de esa mujer egoísta con la que Jonas tendrá un fugaz encuentro sexual: Émilie llega a Río Salado poco después de su madre pero ésta le prohíbe a Jonas intimar con aquella después de lo sucedido. La parte del drama dedicada al romance toma pues el derrotero del tan frustrante como fructuoso amor imposible: Émilie y Jonas ya se conocieron siendo niños en Oran y ahora en Río Salado el destino los vuelve a unir. Los dos se aman pero ante el silencio contenido de Jonas, irracionalmente obligado por su promesa, Émilie se siente progresivamente despreciada. Junto al aumento de las otras hostilidades, el metraje va adquiriendo entonces un tono bastante oscuro y desesperanzador, aunque el trabajo fotográfico siga siendo cálido y sereno. De hecho, con excepción de esos dos protagonistas, el comportamiento de los personajes suele ser liviano, cada uno con sus motivaciones más o menos contradictorias pero moviéndose también en ocasiones cerca de la caricatura, lo cual se aleja del propósito de Arcady por montar un portentoso fresco de tal lugar y tal época. 
 
 
El mejor ejemplo al respecto es un último acto que causa sonrojo, en el que nos reencontramos con el Jonas anciano que inicia el relato, estructurándose éste como una memoria de algo perdido. Pues bien, en tales momentos aparece el hijo del que fue uno de sus amigos franceses de correrías, interpretado por el mismo actor y soltando un par de diálogos triviales que pretenden divertir y mostrarnos que el hijo es exactamente igual que el padre, cuando todo ello denota en realidad una gran falta de imaginación. Sin embargo, estos problemas se reducen a elementos secundarios de la narración, y por eso señalábamos que, al contrario que Hijos de la medianoche, la cinta de Arcady simplemente desarrolla con criterio sus dos o tres puntos clave, y lo hace sobre todo porque una vez establecida la acción en Río Salado, con un Jonas adolescente y veinteañero, apenas se mueve de esa localización y ese tiempo. En la película de Mehta las elipsis eran numerosas y torpes: aquí en cambio se le dedica el mimo suficiente a lo que les ocurre a estos personajes en ese pueblo casi paradisíaco, familiarizándonos con ello, aunque se haga a costa de repetir situaciones como las breves conversaciones entre Jonas y Émilie en la que ésta le pide explicaciones que aquel corta en seco. Y por supuesto a ello contribuye la elección de unos actores muy agradables para la vista y el oído: Jonas es interpretado con solvencia y sin ningún tipo de aspaviento por Fu’ad Aït Aattou, mientras que el rol de Émilie corre a cargo de esa joven y bellísima promesa llamada Nora Arnezeder, bendecida por una combinación de genes austriacos y egipcios. Además, aun en el apartado femenino cabe mencionar la presencia de Marine Vatch, protagonista de Jeune et jolie (François Ozon, 2013), aunque aquí se conforme con un papel menor. Estos últimos datos ejemplifican por lo demás el innegable atractivo visual de esta competente película-río, cuyo fondo sin embargo aparece limitado y cuyas intenciones no son siempre claras… En este sentido la recomendamos también porque le va a costar encontrar público, pues su duración alejará a los menos atrevidos mientras que su convencional temática generará indiferencia entre los más exigentes.
 
Autor: Ignacio Navarro (El antepnúltimo Mohicano)
 
 
 
 

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