Hace unas semanas se estrenaba en nuestro país Hijos de la medianoche (Deepa Mehta, 2012),
exótica y épica adaptación de una novela de Salman Rushdie que no
conseguía aprovechar su larga duración para madurar su historia. Lo que el día debe a la noche (Ce que le jour doit à la nuit),
de parámetros muy similares y duración incluso mayor, está a punto de
cometer el mismo fallo pero lo evita por un par de razones que
trataremos más adelante. Antes nos permitimos destacar la curiosa
coincidencia de que la cinta de Arcady se estrene menos de un mes
después de la de Mehta en nuestro país, como si el verano no fuese solo
la temporada idónea para acoger blockbusters fantásticos y
animaciones infantiles sino también epopeyas trágicas y románticas muy
del gusto de las agencias de viajes. El contexto previo de colonización y
su inevitable independencia también conforman el marco de esta
película, que parte de la novela de Yasmina Khadra para situarnos en la
Argelia francesa de mediados del siglo XX. Estamos pues ante un nuevo
caso dramático cuya evolución vendrá marcada por la de toda una nación,
algo que facilita la fabricación de conflictos y adelanta previsibles
desenlaces.
El foco vuelve a
ponerse igualmente sobre un personaje pobre y aparentemente irrelevante
que por algunos giros del destino pasa a representar de una forma
extraordinaria el contraste entre los dos bandos de una sociedad: el
francés colonizador y el argelino colonizado. En efecto, la historia
arranca con la obligada mudanza de un niño árabe llamado Younès, junto
con sus padres y su hermana pequeña, después de que sus cosechas se
conviertan en cenizas. Malviviendo durante un tiempo en Oran, sin que el
padre consiga un empleo nuevo y rentable, el niño es adoptado por su
próspero tío farmacéutico para que él y su mujer puedan cuidar de él y
le den una mejor educación. Sin embargo, las rebeldes ideas políticas de
ese tío les obligan a los tres a salir de la ciudad, por lo que Younès
definitivamente se instala en una población costera llamada Río Salado,
donde es rebautizado como Jonas y donde parece integrarse plenamente
entre sus compañeros francófonos. Tras este alargado prólogo la película
da un salto de varios años para mostrarnos a un Jonas crecido y
esbelto, entrando en acción en una secuencia de ocio en la playa que
apunta los dos frentes del drama al que asistiremos durante el resto del
metraje: el de la progresiva rebeldía de los nativos, a través de la
broma despectiva que uno de los amigos franceses de Jonas pronuncia en
dirección a su sirviente árabe, por la que aquel también se siente
ofendido; y el del caluroso romance que se vivirá en esos campos
soleados, ejemplificado en el pecho lampiño y musculoso de Jonas que
enseguida atrae a un madre soltera recién llegada al sitio.
El protagonista ha alcanzado por tanto
una posición social envidiable, a punto de acabar sus estudios
universitarios, pero ello le genera tanto el rencor de los de su etnia
como el recelo de algunos de los franceses. De esta manera encarna los
sentimientos enfrentados a los que puede conducir un dilatado proceso de
colonización, cuya salida real el director no apoya del todo. Tales
sentimientos también se los encuentra Émilie, la hija de esa mujer
egoísta con la que Jonas tendrá un fugaz encuentro sexual: Émilie llega a
Río Salado poco después de su madre pero ésta le prohíbe a Jonas
intimar con aquella después de lo sucedido. La parte del drama dedicada
al romance toma pues el derrotero del tan frustrante como fructuoso amor
imposible: Émilie y Jonas ya se conocieron siendo niños en Oran y ahora
en Río Salado el destino los vuelve a unir. Los dos se aman pero ante
el silencio contenido de Jonas, irracionalmente obligado por su promesa,
Émilie se siente progresivamente despreciada. Junto al aumento de las
otras hostilidades, el metraje va adquiriendo entonces un tono bastante
oscuro y desesperanzador, aunque el trabajo fotográfico siga siendo
cálido y sereno. De hecho, con excepción de esos dos protagonistas, el
comportamiento de los personajes suele ser liviano, cada uno con sus
motivaciones más o menos contradictorias pero moviéndose también en
ocasiones cerca de la caricatura, lo cual se aleja del propósito de
Arcady por montar un portentoso fresco de tal lugar y tal época.
El mejor ejemplo al respecto es un
último acto que causa sonrojo, en el que nos reencontramos con el Jonas
anciano que inicia el relato, estructurándose éste como una memoria de
algo perdido. Pues bien, en tales momentos aparece el hijo del que fue
uno de sus amigos franceses de correrías, interpretado por el mismo
actor y soltando un par de diálogos triviales que pretenden divertir y
mostrarnos que el hijo es exactamente igual que el padre, cuando todo
ello denota en realidad una gran falta de imaginación. Sin embargo,
estos problemas se reducen a elementos secundarios de la narración, y
por eso señalábamos que, al contrario que Hijos de la medianoche,
la cinta de Arcady simplemente desarrolla con criterio sus dos o tres
puntos clave, y lo hace sobre todo porque una vez establecida la acción
en Río Salado, con un Jonas adolescente y veinteañero, apenas se mueve
de esa localización y ese tiempo. En la película de Mehta las elipsis
eran numerosas y torpes: aquí en cambio se le dedica el mimo suficiente a
lo que les ocurre a estos personajes en ese pueblo casi paradisíaco,
familiarizándonos con ello, aunque se haga a costa de repetir
situaciones como las breves conversaciones entre Jonas y Émilie en la
que ésta le pide explicaciones que aquel corta en seco. Y por supuesto a
ello contribuye la elección de unos actores muy agradables para la
vista y el oído: Jonas es interpretado con solvencia y sin ningún tipo
de aspaviento por Fu’ad Aït Aattou, mientras que el rol de Émilie corre a
cargo de esa joven y bellísima promesa llamada Nora Arnezeder,
bendecida por una combinación de genes austriacos y egipcios. Además,
aun en el apartado femenino cabe mencionar la presencia de Marine Vatch,
protagonista de Jeune et jolie (François Ozon, 2013), aunque
aquí se conforme con un papel menor. Estos últimos datos ejemplifican
por lo demás el innegable atractivo visual de esta competente
película-río, cuyo fondo sin embargo aparece limitado y cuyas
intenciones no son siempre claras… En este sentido la recomendamos
también porque le va a costar encontrar público, pues su duración
alejará a los menos atrevidos mientras que su convencional temática
generará indiferencia entre los más exigentes.
Autor: Ignacio Navarro (El antepnúltimo Mohicano)
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