jueves, 29 de agosto de 2013
Crítica de 'El Llanero Solitario'
El Llanero Solitario, quizás por ser un héroe demasiado soft para las demandas de la audiencia, tiene mal fario en taquilla. En 1981, William A. Fraker se dio un buen batacazo con La leyenda del Llanero Solitario, frustrando la intención de los productores de iniciar con ella una saga. Y ahora, este capricho de Johnny Depp, que quiso ver en el indio Tonto (Toro en la traducción) un filón comparable al del pirata Sparrow, no ha dado los frutos esperados. El fiasco viene acompañado de un injusto daño colateral: desde hace semanas, en todas partes se oye la frase "dicen que es muy mala" sin, como de costumbre, especificar quién o quiénes lo dicen ni qué grado de fiabilidad albergan.
Pues bien, El Llanero Solitario, sin ser ni mucho menos redonda (el guión es endeble, el metraje excesivo, el protagonista del antifaz tirando a soso), no es una película mala, sino un entretenimiento la mar de digno. En primer lugar, está muy bien ejecutada: la dirección de Verbinski tiene un buen par de pulmones, cuida la composición del plano y, cuando ha de ponerse épica, lo hace con una elegancia clásica, sin recurrir a ese montaje atropellado que hoy malogra casi todas las superproducciones; la mejor puesta en escena de Verbinski desde su magnífica Un ratoncito duro de roer.
Otra virtud: El Llanero Solitario exalta respetuosamente el cine del Oeste y sus iconografías tradicionales, con especial énfasis en el desarrollo del ferrocarril. Su primera media hora es una trepidante escena de acción protagonizada por un tren, de una espectacularidad multiplicada por dos (hay más trenes, más vías, más vértigo y un sentido del circense "más difícil todavía") en el brillante clímax final. El Llanero Solitario dibuja así una muy saludable línea de continuidad que empieza en El caballo de hierro o El maquinista de la General y sigue en Union Pacific o Denver-Río Grande. Hay más gratificaciones, como la pierna ortopédica de Bonham-Carter, tan letal y delirante como la de la heroína de Planet terror.
Autor: Jordi Batle (La Vanguardia)
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