martes, 6 de agosto de 2013
Crítica de "Guerra Mundial Z"
"¿Paz? ¿Qué coño significaba eso? Llevaba tanto tiempo asustado, luchando, matando y esperando morir, que supongo que había aceptado que así sería el resto de mi vida". Con esta frase acaba uno de los libros más absorbentes que han dado las librerías aún abiertas. No hablamos de literatura, cuidado. El caso, a lo que íbamos, es que 'Guerra Mundial Z', de Max Brooks, deja esta suerte de reflexión moribunda en su última página y el lector no puede por menos que sentir el vértigo de los espejos. De repente, y tras una lucha planetaria e inagotable con millones de muertos vivientes a lo largo de 500 páginas, el zombi es el que lee.
Años llevaba este relato, tan increíble como irrefutable, pendiente de una adaptación en pantalla. Por fin llega. La película, eso sí, se estrena en España (tarde como casi siempre) con los fantasmas que rodearon a la producción ya debidamente exorcizados. Tras miles de problemas que pasaron desde la multiplicación desorbitada del presupuesto a la reescritura del final (el que se rodó originalmente en Rusia fue a parar a la papelera), la cinta ya ha salvado los muebles en la taquilla del mundo y el protagonista y productor Brad Pitt, al que muchos daban por muerto, puede presumir de ser uno de los cadáveres con mejor aspecto del planeta. (Los pormenores del caos productivo comentados por el propio director se pueden seguir en el artículo de al lado).
La cinta, para situarnos, sin estar a la altura de todas y cada una de las joyas que en los últimos tiempos ha dado el género mortuorio creado por George A Romero, muerde. Es decir, produce la suficiente adrenalina necrosada para que uno salga del cine con ganas de carne. El cine, a veces, da hambre.
Por supuesto, como corresponde a un 'blockbuster' veraniego, la película firmada por Marc Forster (sí, el mismo de la sorprendente 'Monster ball' y de la inaguantable 'Quantum of solace') lamina e incinera sin pudor cada una de los hallazgos de la novela de Brooks. Es así.
El libro quiere ser la transcripción de un supuesto informe censurado sobre una incierta guerra universal. Lo que sigue es un relato fracturado que recoge los testimonios de muchos de los que sufrieron la gran plaga. Y así, hasta convertirse en la sombra de la sombra de un cuento que se mantiene en equilibrio entre lo real y lo pavoroso; entre la metáfora y el miedo.
Pues bien, nada de esto se ve en pantalla. El juego, tan sencillo como efectivo, que propone Brooks es simplemente transformado por los rigores del cine para todos en la aventura equinoccial y excesiva de un hombre contra lo que queda de una humanidad deshumanizada. Tan simple.
Bien es cierto que en su simpleza, por momentos, arrebata. Construida en media docena de escenarios, la película acierta a confeccionar alguna de las imágenes más 'rocambolescamente' gozosas del cine catastrófico reciente. Y aquí no queda más que rendirse ante la pirámide monstruosamente monstruosa de zombis que sobrepasan los mismísimos muros de Jericó (¿o era Jerusalén?). El fervor de lo muerto puesto en pie impresiona. Y gusta.
Quizá, dirán los más finos, se ha perdido una gran oportunidad. Y acertarán. En efecto, algo hacía pensar que en el material original de Brooks se encontraba quizá la mejor manera de cerrar un ciclo que empezó exactamente en 1968. Fue ese año cuando el citado George A. Romero presentó la madre de todas las películas de zombis.
De repente, algo nos decía que esos seres catatónicos se parecían demasiado a cualquiera de nosotros para no ser nosotros. Y eso era así porque actuaban de la forma que lo hacían porque sí. No había razón de ningún tipo (apenas un anuncio de radio dice algo de unas pruebas radioactivas fallidas) para que los muertos salieran a perseguir a los vivos. Simplemente eran así.
El mal, el horror, no necesitan ninguna excusa o explicación. Cuenta Carpenter que en la construcción del personaje de Michael Myers que protagoniza la serie 'Halloween' se inspiró en la idea de terror de Samuel Beckett. "La idea era crear un vacío en el corazón de la película en el lugar exacto donde habitualmente se encuentran las repuestas". Y, sin duda, de la misma manera que el asesino en serie, ése es el lugar de excepción del zombi: el no lugar libre de significado, completamente huérfano de explicaciones. Es decir, el lugar donde actualmente, y desde hace ya tiempo, nos encontramos.
El zombi de alguna forma ejemplifica mejor que cualquier otra criatura el estado de desafección con lo real en el que vivimos en un mundo 'tecnoenfermo'; da con la clave de la pérdida de sentido en una sociedad controlada por el miedo (el terror a perder el empleo, el pánico a no ser admitido en el grupo selecto de buenos consumidores). "Zombi", escribe Jorge Fernández Gonzalo en su brillante 'Filosofía zombi' (Anagrama), "es esa extraña palabra para lo que no tiene nexo, identidad, fisonomía, cuerpo". El zombi no reconoce al otro, es un ser tan extrañado de sí mismo como el propio señor Meursault. Su identidad es el vacío. O, lo que es lo mismo, el miedo que dicen las últimas palabras del libro citadas al principio.
Pues bien, Brooks, convirtiendo su relato en una experiencia real y próxima, no hace quizá sino acercar aún más la imagen del zombi. Lástima que esto no se vea en la película. Pero, créanme, nunca antes los muertos corrieron tanto; nunca antes los muertos estuvieron tan cerca de alcanzarnos. Y lo hicieron. Zombi el que lo lea.
Autor: Luis Martínez (Diario El Mundo)
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