jueves, 5 de diciembre de 2013

Crítica de "Los juegos del hambre: En llamas"


“¡Dinos la verdad!”, le grita el pueblo a su heroína (una notable Jennifer Lawrence) cuando esta se ve obligada a representar un simulacro al servicio de una suerte de totalitarismo del entretenimiento, para el que incluso un romance adolescente puede ser una maniobra de marketing a mayor gloria del status quo. La saga imaginada por Suzanne Collins funciona mejor cuando el subtexto le come terreno a un esquema narrativo que no sólo repite patrones de otros best-sellers (J.K. Rowling y Stephenie Meyers a la cabeza), sino que incluso opta por autosamplearse en una secuela que es, básicamente, la versión con esteroides de lo mismo que vimos la primera vez.

Aquí no importa tanto si Katniss escoge a Peeta o a Gale como las implicaciones sociopolíticas de este circo de tres pistas, que van desde reflexiones sobre los vasos comunicantes entre celebridad y rebelión, la búsqueda de la autenticidad en la era del hedonismo de 140 caracteres o los ecos (intencionados o no) de referentes tan ilustres como Shirley Jackson o Richard Bachman. En el apartado del puro espectáculo plástico, a ‘En llamas’ le cuesta despegar hasta que llegamos a los Juegos propiamente dichos, un re-enactment de ‘El malvado Zaroff’ en la isla de ‘Perdidos’ que se beneficia del relevo en la silla del director (adiós a la cámara en mano de Gary Ross, hola a las composiciones simétricas de Francis Lawrence). Puede que el espectador no converso llegue extenuado a su cliffhanger, pero el coitus interruptus que Collins colocó en este punto preciso no podría ser más astuto: representa la promesa de llevar (dentro de un año) los presupuestos simbólicos de su premisa hasta las últimas consecuencias.

Autor: Noel Ceballos (Fotogramas)

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