Nadie
comprende a nadie, nadie quiere pararse a pensar para entender los
motivos ajenos. Por ejemplo, de un joven que decide poner tierra de por
medio para ayudar a otros adolescentes igualmente perdidos. Vivimos,
viven, lo dice Piñeyro, encapsulados, con una especie de anestesia en el
alma que nos impide pensar, temer o amar demasiado, porque amar duele,
porque cuando amas quizá es cuando más daño haces, porque perdonar al
otro y a ti mismo cuesta horrores, porque, en el fondo, si estamos
emocionalmente dormidos, no sufriremos. La madre de Félix lleva una
existencia que, de fachada al menos, parece estable y llena de sentido,
aunque esté sola cuando termina de trabajar y tenga un hijo (Mario
Casas, que ha madurado gracias a este filme, y eso va más allá de la
cojera y la barba), que, también solo, habita un lugar destartalado a
muchos kilómetros de distancia junto al mar y todavía, cuando se
acuerda, sufre por una mujer a la que abandonó por cobardía. Pero un
niño decide viajar solo para conocer a su verdadero padre y dinamitará
la acción de «Ismael», una película intimista que apela a la emoción
intentando no pisar tierra demasiado abiertamente sensiblera (lo que
consigue, en buena medida, gracias a las valiosas escenas que comparten
Belén Rueda y Sergi López en un principio de romance aunque ella tenga
recelo), donde todos los personajes parece que, de pronto, comienzan a
decidir que ya es hora de cambiar. O de abrir los ojos lentamente.
Autor: Carmen L. Lobo (Diario La Razón)
No hay comentarios:
Publicar un comentario