Hay películas que funcionan igual que un termómetro. Están ahí para medir la temperatura moral de su sitio. 'Caníbal', de Manuel Martín Cuenca, es exactamente eso. Sobre el papel, se trata simplemente de la historia triste y pautada de un señor de Granada; triste, sastre y antropófago. Por ese orden. Y, sin embargo, a poco que se mire de cerca, la cosa cambia. De repente, la película adquiere el tacto frío y gelatinoso del tiempo y el lugar en el que se estrena. Como la panza de un pez muerto.
La casualidad ha querido que la cinta (una película española, oiga), comparta hueco en la cartelera y en la memoria con el ruido aún 'fresco' de las declaraciones del ministro de Hacienda. Todo coincide. Durante la hora y media que dura 'Caníbal', el espectador es invitado a un espectáculo de una extraña y fangosa normalidad. Raro. Lo escandaloso es precisamente eso, la sensación de lo normal; la constancia de que nada de lo que se haga o diga (otra forma de hacer) tiene consecuencias. Todo es lo mismo. Tiempos caníbales. Tiempos impunes.
En el imaginario de 'Caníbal', las fronteras entre lo sublime y lo ridículo, el insulto y el razonamiento, desaparecen. Martín Cuenca de forma sabia elimina los márgenes de seguridad entre los que necesariamente siempre opera el buen gusto. La civilización, quizá. Y claro, irrita. Si en 'La mitad de Óscar', su anterior trabajo, el director investigaba los límites de ese tabú llamado incesto; ahora se atreve, un grado más lejos, con el de la antropofagia. Hombre come hombre.
Pero sin dramatismos. Todo normal. La idea es limpiar la cámara, desdramatizar el asunto hasta alcanzar el espacio en el que el acto más prohibido y oscuro alcanza la luz diáfana de lo cotidiano, lo común. La intención no es otra que dejar al descubierto los cimientos de cada una de las creencias más firmes; de todas las convicciones. Y así, hasta el derrumbe final, hasta la fría sensación de vértigo que provocan los precipicios. Y así, hasta reproducir el clima que nos rodea. La realidad es esto.
Un hombre vive en Granada dedicado a sus labores. Por el día trabaja de sastre, meticuloso y cabal. Por la noche, con el alma nublada, la cosa cambia. Entonces, siente hambre y sale a cazar. Meticuloso y cabal. Con la misma precisión que ajusta dobladillos, apila el costillar de sus víctimas humanas, despiezadas y envueltas en papel transparente, en el frigorífico.
Lo que en un principio induce a pensar en un 'thriller' infectado de sangre, sobre la pantalla se convierte en una precisa operación quirúrgica. Desangrada y limpia. La estrategia, en definitiva, no es otra que perforar la carne hasta alcanzar lo otro; y esto otro no es más que, ya lo hemos dicho, la fría sensación de 'impunidad' en la que vivimos todos, no sólo los caníbales y los ministros de Hacienda.
Hemos llegado.
Simplicidad, que no simpleza
De esta guisa, Martín Cuenca compone la más oportuna de las películas. Su virtud no es tanto su fino olfato para la metáfora como la sensación física de impudor que transmite el protagonista de esta historia; un hombre que, en su salvajismo (genial la escena de la playa), se ofrece completamente idéntico a cualquiera de nosotros. Tal cual.
Si el trabajo de dirección se antoja tan coherente y profundo como sabio, lo que de verdad apabulla es el vaciamiento al que se somete el actor Antonio de la Torre. Y aquí conviene detenerse. Llevamos años viendo a este hombre de talento ubicuo en todas las posturas posibles: desde Almodóvar a Sánchez Arévalo pasando por Álex de la Iglesia todos los directores que, por así decirlo, exprimen a sus actores hasta el alarde han hundido sus 'egos' en él. Le hemos visto engordar hasta la desproporción, exagerar el acento andaluz más allá de lo comprensible y, llegado el caso, con la cara desfigurada y vestido de payaso. Pobre.
Pues bien, ahora simplemente se calla, se queda parado, profundiza la mirada (sea esto lo que sea) y, en su simplicidad (que no simpleza), corta la respiración. Radical. Caníbal incluso. Y es justo en ese instante, cuando De la Torre mira, cuando desaparecen las fronteras, las sensaciones se confunden y lo exquisito y lo asqueroso; el apetito y la náusea; la verdad y la mentira acaban por parecer lo mismo.
Tiempos caníbales.
Autor: Luis Martínez (Diario El Mundo)
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