martes, 1 de octubre de 2013

Crítica de "Las brujas de Zugarramurdi"


El humor negro siempre ha sido una constante en la filmografía de Álex de la Iglesia, pero da la sensación de que esa negrura está cada vez más arraigada en él. Lo que antaño era motivo de cachondeo cada vez toma tintes más serios y el desapego del director hacia el género humano es cada vez mayor. Quizás esa pesadumbre que planea en sus últimos trabajos tenga mucho que ver con la necesidad de afecto que muestran sus protagonistas y la imposibilidad de estos para encontrar una salida “feliz” a ese problema. Es como si el amor fuese un imposible y cada vez que sus protagonistas lo rozan se destruyen.

Las Brujas de Zugarramurdi sigue esa senda con un tono más festivo, pero no más alegre. Un grupo de atracadores disfrazados de mimos y personajes de la tele dan un golpe en un comercio de “Compro Oro” en la Puerta del Sol. Del golpe sólo escapan dos de los atracadores con el hijo de uno de ellos. Tras un tiroteo y persecución brutal, los tres huyen junto a un taxista y su desgraciado pasajero hacia Francia. Un trayecto en el que se interpone una localidad mítica, Zugarramurdi, famosa por su pasado como punto neurálgico de la brujería en nuestro país.


Este comienzo tiene un ritmo brutal, algunos golpes de humor realmente acertados y una mala leche con un punto de simpatía que se echaba bastante en falta en los últimos trabajos del director. Espectacular y divertida a partes iguales y con un trío de protagonistas muy atinado: Hugo Silva, Mario Casas (muy divertido) y Jaime Ordóñez lo clavan como tres hombres tontorrones y buenazos cuya vida es poco menos que miserable por culpa de las mujeres. Y aquí viene el primer punto polémico de la película. Aunque de la Iglesia ha afirmado que su postura es más misántropa que misógina, es inevitable leer en su película un cierto resentimiento hacia las mujeres (aunque sólo sea en voz de sus protagonistas). La comparativa es muy poco sutil. Nosotros, varones, somos bobos, simples y fáciles de contentar en nuestro buen corazón. Ellas, en cambio, son inteligentes, manipuladoras, retorcidas y capaces de hacernos sucumbir con un chasquido de sus dedos. Ellas son BRUJAS y se comen el corazón pocho de los hombres que caen en sus manos.

Es cierto que parte de la gracia de la película es la guerra de sexos que plantea, y eso requiere contrastes, pero es un discurso que, asumido o no por su director, está ahí, igual que lo estaba en Balada Triste de Trompeta o Crimen Ferpecto. Quizás no sea una acusación de culpabilidad, porque achaca más la actitud de la mujer a una suerte de “naturaleza” intrínseca en ella y no a una maldad consciente y elegida, pero vamos, la imagen del hombre como víctima de la mujer y de su propia estupidez es palpable. En cualquier caso, es parte de la chicha de la propia película e intuyo que con bastante poso de las vivencias del propio director tanto como padre como ex-pareja, tal y como ha dejado caer en algunas entrevistas durante la promoción de la película. Puede que el discurso sea criticable, pero también es cierto que en las apuestas más honestas se encuentran las películas más interesantes.

El otro aspecto que pesa en la película, y ya no es una cuestión de discurso (que ese se asume o no, como en el caso de cualquier otro autor), es ya un problema que viene siendo habitual en sus últimos trabajos. Se trata del hecho de que pasado el planteamiento de la trama y una vez inmersos en el juego que nos propone, la película comienza a entrar en barrena y el caos, el exceso y la arbitrariedad empiezan a apoderarse de ella. Un caos que va del guión a la planificación, donde por momentos la peli se aturulla y opta por repetir determinados tipos de plano (el travelling picado en sentido contrario al que se mueven los personajes, coches, etc.) o parece resolver otros de forma improvisada aprovechando que algunas escenas están rodadas a varias cámaras.

Es cierto que estando ante una película aparentemente más ligera que Balada Triste de Trompeta, ese caos no saque tanto al espectador de la película, pero desde luego sorprende volver a ver a algún que otro personaje cambiar de malo a bueno, y luego a malo, y otra vez a bueno, en función de lo que el director haya ideado para la escena. Es como si de la Iglesia en ciertos momentos priorizase el giro y el enfrentamiento a la coherencia. Quizás sea también una forma de ver las reacciones de determinados personajes femeninos, esa naturaleza bipolar de algunas personas que hacen que pasen de una cosa a la contraria sin aparente motivo y que hace enloquecer a los hombres. Pero en el desarrollo de un guión y salvo que seamos conscientes de que esa bilpolaridad es parte del juego, estos vaivenes acaban dando la sensación de ser resultado de pulir poco algunos personajes y su desarrollo. En esta ocasión pasa mucho en la construcción de la principal trama amorosa de la película.


Suerte que, pese a estos peros, la película se guarda unos cuantos ases en la manga, empezando por algunos secundarios y sus pequeñas tramas, que suman muchos enteros. Es el caso de la cachonda pareja de soñoronas vascas formada por Santiago Segura y Carlos Areces (cachonda por ser ellos dos y cachonda por mofarse de ese estereotipo de mujer vasca más vasta que un consolador de roble sin barnizar), los dos polis interpretados por Pepón Nieto y Secun de la Rosa, el personaje de Terele Pávez, que lo clava, o el sorprendente Javier Botet que da rienda suelta a su lado más cómico. También hay muchos guiños a la naturaleza matriarcal de la sociedad vasca, a iconos culturales como puedan ser la txalaparta o el Gargantua (posiblemente la atracción más rudimentaria y siniestra de la faz de la tierra) y a esa sensación que se respira en algunos pueblos de que el tiempo se ha detenido en ellos. Por no hablar de conceptos muy poderosos como la de que alguien viva debajo de una letrina y vea el lado oscuro de todos sus visitantes.

También a nivel de puesta en escena la peli luce muy bien. La fotografía en Zugarramurdi es brutal, muy contrastada y contraponiendo colores cálidos y fríos que dan una sensación de lugar irreal y siniestro, y tanto el atraco inicial como la secuencia final son espectaculares para un presupuesto muy modesto (4 millones, señores). Mucho de ese mérito, como decía de la Iglesia, es por tener al equipo de rodaje y postproducción metiendo horas como cochinos. Por dejarse su piel y la del equipo en conseguir el mejor resultado posible.

En cualquier caso y pese a los muchos peros que tiene la película, es un feliz regreso de un Álex de la Iglesia más festivo y divertido, aunque si uno rasca sólo un poquito verá la profunda negrura que invade su discurso. Misógino o no, incómodo e incorrecto, está claro que tiene poca fe en la felicidad humana y mucha en el fatalismo que impera en nuestras vidas abocadas al fracaso sentimental.

Autor: Javier Ruiz de Arcuate (El Séptimo Arte)


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