martes, 8 de octubre de 2013

Crítica de "Las brujas de Zugarramurdi"


«Las brujas de Zugarramurdi» parece ser guinda y colofón del cine de Álex de la Iglesia. Aquí encontramos el fulgor apocalíptico de «El día de la bestia», la autoparódica misoginia de «Crimen ferpecto», la rabia política de «La chispa de la vida», el humor negro y sangrante de «Balada triste de trompeta» y «Muertos de risa», el costumbrismo esperpéntico de «La comunidad»... En su ambición de convertirse en película-compendio, es como una catedral gótica vista en contrapicado: parece más grande de lo que es. Lo que hemos salido ganando respecto a sus dos últimos filmes, elefantes en una chatarrería decorada con las pretensiones del revisionismo histórico y la crítica social, es que, en esta ocasión, el placer del divertimento supera la obviedad de las dobles lecturas. Sigue existiendo una España negra, origen antropológico de nuestra indiferencia ante la maldad, y sigue existiendo una España ridícula pero entrañable, la que encarnan dos antihéroes (ajustados Hugo Silva y Mario Casas en su papel de pareja cómica) que atracan un negocio de «Compro Oro» pensando que ellos y sus secuaces (entre ellos, Bob Esponja) podrán salir indemnes del caos que los atrapa.

Las mejores ideas de «Las brujas de Zugarramurdi» parecen nacer a la sombra de Roman Polanski, cineasta que ya había paseado sus brillantes y siniestras influencias en «Muertos de risa» y «La comunidad». La magnífica llegada al bar regentado por Terele Pávez y la persecución en el castillo evocan «El baile de los vampiros», el ojo en el agujero del váter podría ser un plano detalle de «El quimérico inquilino» y el hecho de presentar a las brujas y a sus invitados –entre los que disfrutamos de unos impagables Segura y Areces– como personas normales, que pueden haber ordeñado sus vacas esa misma mañana, remite a la comunidad satánica de «La semilla del diablo». Hablamos de Polanski porque es un cineasta que trabaja lo perturbador desde un afinado sentido del absurdo. De la Iglesia es más verbenero, y aunque sus ocurrencias divierten –esas brujas subiéndose por las paredes–, se acaba teniendo la impresión de que los clímax no son lo suyo, que los excesos devoran la letra pequeña de sus aciertos. Quizá por miedo a que las hipérboles de su misoginia fueran tomadas en serio, quizá porque se sentía obligado a forzar una historia de amor, De la Iglesia y su guionista fetiche, Jorge Guerricaechevarría, inventan una bruja (la que interpreta Carolina Bang) más humana que las demás cuya función dramática no termina de cuajar en el monumental ritual satánico que cierra el filme. Cuanto más ruido, más se le va la mano a De La Iglesia: la película no tarda en derramarse por los costados como un helado que deberíamos haber comido a velocidad de crucero. 

Autor: Sergi Sánchez (Diario La Razón)

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