miércoles, 19 de junio de 2013
Crítica de "Trance"
En su ensayo Los sujetos trágicos, Ricardo Piglia indagaba en las influencias recíprocas entre literatura y psicoanálisis para llegar a la conclusión de que la tragedia y la novela policíaca podrían ser las formas más cercanas a la metodología freudiana: “En la tragedia un sujeto recibe un mensaje que le está dirigido, lo interpreta mal, y la tragedia es el recorrido de esa interpretación. En el policial, el que interpreta ha podido desligarse y habla de una historia que no es la de él, se ocupa de un crimen y de una verdad de la que está aparte pero en la que está extrañamente implicado. Me parece que el psicoanálisis tiene algún parentesco con estas formas”. En el ámbito cinematográfico, ha sido el policíaco el género más dispuesto a interiorizar —y, también, a banalizar y en buena medida pervertir— la mecánica psicoanalítica, desde los clásicos de los 40 como Secreto tras la puerta (1947), de Lang, o Recuerda (1945), de Hitchcock, hasta la creación de todo un subgénero —el giallo— que fundamentaba su estructura narrativa en la ocultación y emergencia de una imagen traumática. Con Trance, versión del telefilme homónimo dirigido por Joe Ahearne en el año 2001, Danny Boyle intenta fundir al sujeto trágico y al detective —el desencriptador y el enigma son aquí la misma cosa— sobre el contexto de un neonoir contemporáneo que ha preferido escoger como tema rector las identidades escindidas frente a los daños colaterales de la crisis económica.
Reunido de nuevo con John Hodges, guionista de sus primeros y mejores trabajos —los que permitían pensar en Boyle en la gran esperanza blanca (que no ha sido) del nuevo cine británico—, el director confiesa que Trance le ha servido para exorcizar toda la fuerza oscura que reprimió durante la preparación de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos. Trance es, así, una ficción doblemente terapéutica, aunque, me temo, mucho menos transgresora de lo que el cineasta presupone: más allá de ese plano donde Vincent Cassel parece un dibujo de Shintaro Kago o del depilado púbico con inesperada función narrativa, la película es un efectista desmontaje hipnótico del codificado género del robo (o atraco) perfecto. La pintura de Goya es solo el macguffin en un juego de ingeniosos trampantojos —tanto de posproducción como de puesta en escena— que puede seducir mientras avanza, imparable, hacia su desenlace, pero que no resiste ni dos minutos de reflexión.
Autor: Jordi Costa (Diario El País)
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