martes, 25 de junio de 2013

Crítica de "Monstruos University"


Corre por algunas universidades estadounidenses una historia que pasó de la anécdota al rango de casi leyenda en parte porque sus conclusiones pueden aplicarse a prácticamente cualquier escenario que reúna elementos mínimamente parecidos a los que van a citarse a continuación. Resulta que a muchos pedagogos de la principal súper-potencia mundial les gusta la idea de dividir a sus pupilos en dos categorías, y no escatiman esfuerzos a la hora de aplicarla. En la clase A ponen aquellos cuyo expediente académico deslumbraría incluso a los que hicieran uso de las gafas de sol más potentes (en estos terrenos, casi siempre se reduce todo a esto). Los alumnos A viven en una dimensión ajena al mundo real. Más allá de las evaluaciones, se sienten completamente perdidos. Al terminar un examen van corriendo a la biblioteca o a su zona de estudio favorita para enfrascarse en el estudio y preparación de la siguiente prueba. El objetivo, siempre en mente: conseguir que las notas a fin de mes / trimestre / curso le confirmen como el mejor del curso.

Mientras, en la categoría B encontramos a los rezagados. Aquellos que teóricamente entorpecen el buen avance del conjunto (pero sobre todo, el de los superdotados). Son los que difícilmente atienden mientras el tutor habla y, por consiguiente, los que sudan la gota gorda a la hora de salvar cualquier asignatura. Son, no obstante, los que, trampeando, esforzándose a última hora o simplemente iluminándose contra todo pronóstico, logran salvar el naufragio. En definitiva, forman parte todos ellos del clan de los espabilados; de los supervivientes natos. Una vez hecha la distribución, los profesores juegan a superar a Dios y ''los juntan'' ellos mismos. Resulta que antes de una excursión programada al norte de Montana, a un ilustre catedrático se le ocurrió la genialidad de que, para estudiar la naturaleza de tan bellos parajes, cogería a su centenar de alumnos y les obligaría a formar parejas, con la única condición de que éstas estuvieran integradas por un alumno A y un alumno B.

Una de las cincuenta parejas se encontraba ya haciendo el estudio de campo que se le había encomendado. A decir verdad, solo el estudiante brillante parecía estar por la labor. Todo arbusto, animalito y arroyo que se cruzaba en su camino quedaba pertinentemente inmortalizado en su blog de notas. Mientras, el lastre de su compañero se entretenía deambulando por los bosques fronterizos sin mayor motivación -aparente- que la de matar el rato hasta que llegara la hora de volver a casa. De repente un rugido heló la sangre de los chavales que hasta entonces apenas se habían dirigido cuatro veces la palabra. Después de mirarse el uno al otro con cara de terror, otearon el horizonte y a unos quinientos metros vieron un inmenso oso grizzli acercarse a toda velocidad. Zarpas afiladas, dientes inquietos y litros de baba con la velocidad de crucero puesta. No parecía que hubiera escapatoria. Los cálculos del alumno A (que tuvieron en cuenta el viento, la fuerza de la fricción y la energía cinética de todos los cuerpos involucrados en la ecuación) así lo corroboraron. La sentencia de muerte era irrevocable. No obstante, el memo del alumno B estaba asegurando el nudo de sus deportivas para empezar una carrera que supuestamente le salvaría la vida. El espectáculo era tan lamentable que el alumno A no pudo evitar, muy a su pesar, dirigirse a su compañero: ''Ahorra esfuerzos, idiota, no hay manera humana de que puedas correr más que un oso grizzli a campo abierto. He hecho los cálculos yo mismo.'' Sin embargo el muy imbécil siguió a lo suyo. Agachado, atando con fuerza los cordones. Cuando terminó tan absurda tarea se levantó, miró al cerebrito y, antes de irse, le respondió: ''No tengo que correr más que el oso... solo tengo que correr más que tú.''

No hay que ser el más listo de la clase para averiguar quién se convirtió aquel día en el almuerzo del hambriento animal. El favorito del profe, cuando tuvo que enfrentarse al mundo real, no lo contó. Tampoco se tiene que ser un superdotado para poder analizar correctamente el panorama general al final del cuento y así poder extraer la maldita lección. Sí, el que consiguió llegar al autocar siguió sufriendo -y de qué manera- para aprobar los exámenes (por si fuera poco, el dinero que tuvo que gastarse en psicólogos secó casi por completo la beca de deportes que había logrado conquistar en el instituto)... pero consiguió escapar de los jugos intestinales, y no fue ésta una cima para tener en baja consideración, ni mucho menos. Hasta aquí llegamos todos, pero nos falta mala baba. Lo que suele olvidarse a la hora de analizar el famoso festín es que, por mucha velocidad de reacción que tuviera el ''listillo'' (y realmente demostró tenerla), sus reflejos no hubieran servido de nada sin la inestimable -e involuntaria- colaboración de su engreído -y engullido- colega.

Ahora sí. Moraleja: A casa no se vuelve sin la participación activa de todos los miembros del equipo... por muy mal que éstos se lleven en un principio (y por muy mal que pueda terminar uno de ellos). La receta del éxito no está compuesta por un solo ingrediente, sino que se basa en la -sabia- conjunción de activos. Se trata de saber alcanzar la meta teniendo siempre en mente varios caminos o planes, porque en esta vida, pregunten a Murphy, todo puede torcerse. Hará ya casi veinte años (qué rápido pasa el tiempo), un alumno novato encandiló a medio mundo con su carta de presentación / motivación y revolucionó para siempre el mundo de la animación. John Lasseter, junto con otros nombres que más tarde asociaríamos como parte fundamental del núcleo duro de su equipo (ahí estaban desde el principio lumbreras del calibre de Pete Docter o Andrew Stanton... incluso nombres ahora supuestamente alejados de la órbita de este dream team como el preciadísimo Joss Whedon), presentó en sociedad 'Toy Story', brillante película en la que ya se dio a entender por dónde irían los tiros en la casa Pixar.

De nuevo, porque nunca está de más: se puede llegar a triunfar empleando más de una vía. Mejor dicho, cuantas más rutas alternativas se encuentren, mejor. Por ejemplo, en la ciudad de los monstruos, nadie asustaba mejor que ellos... pero cuando la crisis energética llamó a la puerta, fueron los primeros en darse cuenta de que con la risa podía llegarse mucho más lejos. A esto se dedicaba el dichoso flexo saltarín. A aplicar a rajatabla el manual que tan bien había memorizado, y cuando llegara el momento, a desviarse conveniente y premeditadamente para desmarcarse, como harían los grandes maestros y así sentar cátedra. Lo mejor del alumno A, combinado con las cualidades más potentes del alumno B, todo agitado y mezclado con la intención de concebir productos modélicos pero a la vez únicos y, desde luego memorables. El pulimento y consolidación de la fórmula nos llevaron a convertirnos en privilegiados testigos de un prodigioso e histórico lustro en el que se encadenaron obras maestras (no dentro de las cada vez más artificiales barreras de la animación, sino dentro del cine, en general) con una facilidad que asustaba...

... hasta que el aprendiz, convertido en -peligrosamente- incuestionable jefe, al ver que había puesto tantos años luz de distancia entre él y la competencia, se relajó. Esto o quizás dejó que el alumno A que llevaba dentro tomara las riendas él solito. Tal vez sin darse cuenta se concedió el lujo de bajar la guardia y empeñarlo todo en una pirotecnia visual que no ocultaba que los suministros de magia se habían quedado en stand by, esperando -confiábamos- un momento de mayor necesidad... que parece haber llegado ya. Desembarca 'Monstruos University' a nuestras salas y se intuye, desde el despacho de Lasseter, cierto apuro y voluntad de reivindicarse y de decir bien alto y claro a los rivales que la Pixar sigue ahí.

La apuesta apriorística, teniendo en mente los antecedentes (los éxitos y los tropiezos), parece la adecuada. Una vez más, se combina la fe en los valores seguros con el gusto por el riesgo. Lo de que ésta sea la primera precuela de la productora es en realidad una especie de mentira piadosa. Verdad a medias, si se prefiere, pues a fin de cuentas poco importa el sentido en el que se hayan movido las agujas del reloj, pues nada hace olvidar que ésta es la segunda ocasión que nos convertimos en compañeros de habitación de Mike y ''Sulley''. No tiene por qué ser algo malo (menos a sabiendas del camino hacia la perfección que aquí emprenden las secuelas), pero el factor novedad, es una obviedad, se ha perdido. Por otra parte, el supuesto salto mortal sin red de seguridad consiste en situar la acción en un entorno teóricamente vetado a los intereses y sensibilidad de la madre Disney.

Las puertas del campus se abren ante nuestros ojos... con todas las promesas -o amenazas- de juerga dura. ¿Sexo, alcohol, drogas y rock and roll? Va a ser que no, para los amantes de las curiosidades reveladoras, 'Monstruos University' es la segunda película en la historia que, a pesar de que su acción prácticamente no salga de los muros universitarios, consigue la calificación más benévola para su exhibición (la primera, por cierto, también estuvo apadrinada por el ratón Mickey). Bajo la supervisión de Wazowski y Sullivan (dos personajes que, siguiendo al pie de la letra el abecé Pixar, parece como si fueran parte de la familia), nadie corre peligro. Los pecados de la post-adolescencia en esta ocasión se quedan en el acné, los tupés y los aparatos dentales, además de en alguna que otra referencia al bullying, reducidas todas ellas a las simpáticas guerras entre machos alfa y ''pringaos''.

El campo de batalla para que estos dos eternos estratos sociales (además de otras -inofensivas- tribus urbanas) diriman sus diferencias es una montaña rusa fruto de la unión entre las aventuras para toda la familia de 'Harry Potter y el Cáliz de Fuego' y el sadismo entrañable del Takeshi Kitano televisivo y su mítico ''Humor amarillo''. Divertida (pero no perdurable en la memoria) carrera de obstáculos en la que los alumnos A y los alumnos B se pican y -sin saberlo ellos- se cambian los papeles para que el debutante en el largo Dan Scanlon firme otro tratado marca de la casa sobre la amistad, que como bien sabemos, es ese tesoro que se construye a base de puntazos desinteresados y de puñaladas traperas. Drama y comedia se combinan de forma convincente pero no contundente. Desfilan ordenadamente pero a trompicones. Salta a la vista que la mezcla se ha llevado a cabo con mucho conocimiento... pero con demasiado poco espacio para la intuición. La magia antes comentada se deja ver, sin embargo, no aparece la chispa final para que todo prenda.

Sí que luce un mimo técnico (superado no obstante por el impresionante foto-realismo del cortometraje de apertura 'The Blue Umbrella', de Saschka Unseld, estimable carta de amor al cine de Wong Kar-Wai) que hace brillar como nunca antes los tonos pastel. Esta colorista y por otra parte muy esperable excelencia visual es usada al mismo tiempo para reírse con inteligencia (pero no con todo el gamberrismo deseable) del encorsetamiento académico, así como del deber de responder ante el (auto)impuesto prestigio de los apellidos. También hay risas dedicadas a las demás hermandades, sobre todo en lo referente a sus tics referencialistas (detectar en 'Monstruos University' los guiños cinéfilos sí que es una asignatura dura, muestra inequívoca de que en chez Lasseter el séptimo arte sigue queriéndose con locura... amor que a estas alturas no tiene por qué avalarse con obviedades).

Donde no se oyen carcajadas es en el patio de butacas, lo cual es, poca broma, un síntoma más que esperanzador. La evaluación final del producto corresponde, como no, tanto a los mocosos como a los santos papis. Ya se ha dicho: durante la proyección, muestras de alegría más bien pocas... y un niño no para de llorar. ¿Pintan bastos? No, porque cuando vuelven a encenderse las luces descubrimos que esta Pixar a medio gas pero afortunadamente reconocible ha vuelto a llevarnos por dónde ella quería: la nostalgia se ha apoderado de la ciudad de los monstruos... y ahora, para cargar las pilas, no toca reír, sino dar miedo. Los peques ya no quieren ser médicos o bomberos... intuyen que su vocación es la de asustador, de modo que practican sus rugidos y sus gruñidos más temibles. Los mayores, encantados con el espectáculo... y seguramente preguntándose a cuánto ascenderá la matrícula en la ''MU''.

Autor: Víctor Esquirol Molinas (El Séptimo Arte)

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