Corre por algunas universidades estadounidenses una historia que pasó de
la anécdota al rango de casi leyenda en parte porque sus conclusiones
pueden aplicarse a prácticamente cualquier escenario que reúna elementos
mínimamente parecidos a los que van a citarse a continuación. Resulta
que a muchos pedagogos de la principal súper-potencia mundial les gusta
la idea de dividir a sus pupilos en dos categorías, y no escatiman
esfuerzos a la hora de aplicarla. En la clase A ponen aquellos cuyo
expediente académico deslumbraría incluso a los que hicieran uso de las
gafas de sol más potentes (en estos terrenos, casi siempre se reduce
todo a esto).
Los alumnos A viven en una dimensión ajena al
mundo real. Más allá de las evaluaciones, se sienten completamente
perdidos. Al terminar un examen van corriendo a la biblioteca o a su
zona de estudio favorita para enfrascarse en el estudio y preparación de
la siguiente prueba. El objetivo, siempre en mente: conseguir que las notas a fin de mes / trimestre / curso le confirmen como el mejor del curso.
Mientras, en
la categoría B encontramos a los rezagados.
Aquellos que teóricamente entorpecen el buen avance del conjunto (pero
sobre todo, el de los superdotados). Son los que difícilmente atienden
mientras el tutor habla y, por consiguiente, los que sudan la gota gorda
a la hora de salvar cualquier asignatura. Son, no obstante, los que,
trampeando, esforzándose a última hora o simplemente iluminándose contra
todo pronóstico, logran salvar el naufragio. En definitiva, forman
parte todos ellos del clan de los espabilados; de los supervivientes
natos. Una vez hecha la distribución, los profesores juegan a superar a
Dios y ''los juntan'' ellos mismos. Resulta que antes de una excursión
programada al norte de Montana, a un ilustre catedrático se le ocurrió
la genialidad de que, para estudiar la naturaleza de tan bellos parajes,
cogería a su centenar de alumnos y les obligaría a formar parejas, con
la única condición de que éstas estuvieran integradas por un alumno A y
un alumno B.
Una de las cincuenta parejas se encontraba ya haciendo el estudio de
campo que se le había encomendado. A decir verdad, solo el estudiante
brillante parecía estar por la labor. Todo arbusto, animalito y arroyo
que se cruzaba en su camino quedaba pertinentemente inmortalizado en su
blog de notas. Mientras, el lastre de su compañero se entretenía
deambulando por los bosques fronterizos sin mayor motivación -aparente-
que la de matar el rato hasta que llegara la hora de volver a casa. De
repente un rugido heló la sangre de los chavales que hasta entonces
apenas se habían dirigido cuatro veces la palabra. Después de mirarse el
uno al otro con cara de terror, otearon el horizonte y a unos
quinientos metros vieron un inmenso oso grizzli acercarse a toda
velocidad. Zarpas afiladas, dientes inquietos y litros de baba con la
velocidad de crucero puesta. No parecía que hubiera escapatoria. Los
cálculos del alumno A (que tuvieron en cuenta el viento, la fuerza de la
fricción y la energía cinética de todos los cuerpos involucrados en la
ecuación) así lo corroboraron. La sentencia de muerte era irrevocable.
No obstante, el memo del alumno B estaba asegurando el nudo de sus
deportivas para empezar una carrera que supuestamente le salvaría la
vida. El espectáculo era tan lamentable que el alumno A no pudo evitar,
muy a su pesar, dirigirse a su compañero: ''Ahorra esfuerzos, idiota, no
hay manera humana de que puedas correr más que un oso grizzli a campo
abierto. He hecho los cálculos yo mismo.'' Sin embargo el muy imbécil
siguió a lo suyo. Agachado, atando con fuerza los cordones. Cuando
terminó tan absurda tarea se levantó, miró al cerebrito y, antes de
irse, le respondió:
''No tengo que correr más que el oso... solo tengo que correr más que tú.''
No hay que ser el más listo de la clase para averiguar quién se
convirtió aquel día en el almuerzo del hambriento animal. El favorito
del profe, cuando tuvo que enfrentarse al mundo real, no lo contó.
Tampoco se tiene que ser un superdotado para poder analizar
correctamente el panorama general al final del cuento y así poder
extraer la maldita lección. Sí, el que consiguió llegar al autocar
siguió sufriendo -y de qué manera- para aprobar los exámenes (por si
fuera poco, el dinero que tuvo que gastarse en psicólogos secó casi por
completo la beca de deportes que había logrado conquistar en el
instituto)... pero consiguió escapar de los jugos intestinales, y no fue
ésta una cima para tener en baja consideración, ni mucho menos. Hasta
aquí llegamos todos, pero nos falta mala baba. Lo que suele olvidarse a
la hora de analizar el famoso festín es que, por mucha velocidad de
reacción que tuviera el ''listillo'' (y realmente demostró tenerla), sus
reflejos no hubieran servido de nada sin la inestimable -e
involuntaria- colaboración de su engreído -y engullido- colega.
Ahora sí. Moraleja:
A casa no se vuelve sin la participación activa de todos los miembros del equipo...
por muy mal que éstos se lleven en un principio (y por muy mal que
pueda terminar uno de ellos). La receta del éxito no está compuesta por
un solo ingrediente, sino que se basa en la -sabia- conjunción de
activos. Se trata de saber alcanzar la meta teniendo siempre en mente
varios caminos o planes, porque en esta vida, pregunten a Murphy, todo
puede torcerse. Hará ya casi veinte años (qué rápido pasa el tiempo), un
alumno novato encandiló a medio mundo con su carta de presentación /
motivación y revolucionó para siempre el mundo de la animación. John
Lasseter, junto con otros nombres que más tarde asociaríamos como parte
fundamental del núcleo duro de su equipo (ahí estaban desde el principio
lumbreras del calibre de Pete Docter o Andrew Stanton... incluso
nombres ahora supuestamente alejados de la órbita de este dream team
como el preciadísimo Joss Whedon), presentó en sociedad 'Toy Story',
brillante película en la que ya se dio a entender por dónde irían los
tiros en la casa Pixar.
De nuevo, porque nunca está de más: se puede llegar a triunfar empleando más de una vía. Mejor dicho,
cuantas más rutas alternativas se encuentren, mejor.
Por ejemplo, en la ciudad de los monstruos, nadie asustaba mejor que
ellos... pero cuando la crisis energética llamó a la puerta, fueron los
primeros en darse cuenta de que con la risa podía llegarse mucho más
lejos. A esto se dedicaba el dichoso flexo saltarín.
A aplicar a
rajatabla el manual que tan bien había memorizado, y cuando llegara el
momento, a desviarse conveniente y premeditadamente para desmarcarse,
como harían los grandes maestros y así sentar cátedra. Lo mejor del
alumno A, combinado con las cualidades más potentes del alumno B,
todo agitado y mezclado con la intención de concebir productos
modélicos pero a la vez únicos y, desde luego memorables. El pulimento y
consolidación de la fórmula nos llevaron a convertirnos en
privilegiados testigos de un prodigioso e histórico lustro en el que se
encadenaron obras maestras (no dentro de las cada vez más artificiales
barreras de la animación, sino dentro del cine, en general) con una
facilidad que asustaba...
... hasta que el aprendiz, convertido en -peligrosamente- incuestionable
jefe, al ver que había puesto tantos años luz de distancia entre él y
la competencia, se relajó. Esto o quizás dejó que el alumno A que
llevaba dentro tomara las riendas él solito. Tal vez sin darse cuenta se
concedió el lujo de bajar la guardia y empeñarlo todo en una pirotecnia
visual que no ocultaba que los suministros de magia se habían quedado
en stand by, esperando -confiábamos- un momento de mayor necesidad...
que parece haber llegado ya.
Desembarca 'Monstruos University' a
nuestras salas y se intuye, desde el despacho de Lasseter, cierto apuro
y voluntad de reivindicarse y de decir bien alto y claro a los rivales
que la Pixar sigue ahí.
La apuesta apriorística, teniendo en mente los antecedentes (los éxitos y los tropiezos), parece la adecuada. Una vez más,
se combina la fe en los valores seguros con el gusto por el riesgo.
Lo de que ésta sea la primera precuela de la productora es en realidad
una especie de mentira piadosa. Verdad a medias, si se prefiere, pues a
fin de cuentas poco importa el sentido en el que se hayan movido las
agujas del reloj, pues nada hace olvidar que ésta es la segunda ocasión
que nos convertimos en compañeros de habitación de Mike y ''Sulley''. No
tiene por qué ser algo malo (menos a sabiendas del camino hacia la
perfección que aquí emprenden las secuelas), pero el factor novedad, es
una obviedad, se ha perdido. Por otra parte, el supuesto salto mortal
sin red de seguridad consiste en situar la acción en un entorno
teóricamente vetado a los intereses y sensibilidad de la madre Disney.
Las puertas del campus se abren ante nuestros ojos... con todas las
promesas -o amenazas- de juerga dura. ¿Sexo, alcohol, drogas y rock and
roll? Va a ser que no, para los amantes de las curiosidades reveladoras,
'Monstruos University' es la segunda película en la historia que, a
pesar de que su acción prácticamente no salga de los muros
universitarios, consigue la calificación más benévola para su exhibición
(la primera, por cierto, también estuvo apadrinada por el ratón
Mickey). Bajo la supervisión de Wazowski y Sullivan (dos personajes que,
siguiendo al pie de la letra el abecé Pixar, parece como si fueran
parte de la familia), nadie corre peligro.
Los pecados de la
post-adolescencia en esta ocasión se quedan en el acné, los tupés y los
aparatos dentales, además de en alguna que otra referencia al bullying,
reducidas todas ellas a las simpáticas guerras entre machos alfa y
''pringaos''.
El campo de batalla para que estos dos eternos estratos sociales (además
de otras -inofensivas- tribus urbanas) diriman sus diferencias es
una
montaña rusa fruto de la unión entre las aventuras para toda la familia
de 'Harry Potter y el Cáliz de Fuego' y el sadismo entrañable del
Takeshi Kitano televisivo y su mítico ''Humor amarillo''.
Divertida (pero no perdurable en la memoria) carrera de obstáculos en la
que los alumnos A y los alumnos B se pican y -sin saberlo ellos- se
cambian los papeles para que el debutante en el largo Dan Scanlon firme
otro
tratado marca de la casa sobre la amistad, que como bien sabemos, es
ese tesoro que se construye a base de puntazos desinteresados y de
puñaladas traperas. Drama y comedia se combinan de forma
convincente pero no contundente. Desfilan ordenadamente pero a
trompicones. Salta a la vista que la mezcla se ha llevado a cabo con
mucho conocimiento... pero con demasiado poco espacio para la intuición. La magia antes comentada se deja ver, sin embargo, no aparece la chispa final para que todo prenda.
Sí que luce un mimo técnico (superado no obstante por el
impresionante
foto-realismo del cortometraje de apertura 'The Blue Umbrella', de
Saschka Unseld, estimable carta de amor al cine de Wong Kar-Wai)
que hace brillar como nunca antes los tonos pastel. Esta colorista y
por otra parte muy esperable excelencia visual es usada al mismo tiempo
para
reírse con inteligencia (pero no con todo el gamberrismo deseable) del encorsetamiento académico,
así como del deber de responder ante el (auto)impuesto prestigio de los
apellidos. También hay risas dedicadas a las demás hermandades, sobre
todo en lo referente a sus tics referencialistas (detectar en 'Monstruos
University' los guiños cinéfilos sí que es una asignatura dura, muestra
inequívoca de que en chez Lasseter el séptimo arte sigue queriéndose
con locura... amor que a estas alturas no tiene por qué avalarse con
obviedades).
Donde no se oyen carcajadas es en el patio de butacas, lo cual es, poca
broma, un síntoma más que esperanzador. La evaluación final del producto
corresponde, como no, tanto a los mocosos como a los santos papis. Ya
se ha dicho: durante la proyección, muestras de alegría más bien
pocas... y un niño no para de llorar. ¿Pintan bastos? No, porque cuando
vuelven a encenderse las luces descubrimos que
esta Pixar a medio gas pero afortunadamente reconocible ha vuelto a llevarnos por dónde ella quería: la nostalgia se ha apoderado de la ciudad de los monstruos... y ahora, para cargar las pilas, no toca reír, sino dar miedo.
Los peques ya no quieren ser médicos o bomberos... intuyen que su vocación es la de asustador,
de modo que practican sus rugidos y sus gruñidos más temibles. Los
mayores, encantados con el espectáculo... y seguramente preguntándose a
cuánto ascenderá la matrícula en la ''MU''.
Autor: Víctor Esquirol Molinas (El Séptimo Arte)