jueves, 13 de junio de 2013

Crítica de "El gran Gatsby"


Lo más sorprendente de El Gran Gatsby luhrmaniano es su vocación de película literaria. A la manera del David Cronenberg de Cosmópolis (2012), el cineasta australiano ha sido inmensamente fiel al lirismo decadente de la prosa de F. Scott Fitzgerald. La voz en off de Nick Carraway (Tobey Maguire) se incrusta, desde la literalidad, en las imágenes de la Gran Tragedia Americana de este hombre (excelente Leonardo DiCaprio) que se reinventó a sí mismo a la medida de su megalómana medida; que quiso ser más rico que Dios para recuperar a su primer y único amor (Carey Mulligan); y que aprendió a esperar a que la luz verde del otro lado de la costa iluminara su suntuoso Xanadú, su palacio edénico, su triste torre de marfil. Letras y frases de la confesión de Carraway se incrustan en un libro que parece ilustrado por Peter Greenaway, y la palabra conquista la imagen.

La conquista porque Baz Luhrmann necesita demostrar al mundo que es mucho más que un Vincente Minnelli colgado de ácido, o que un Luchino Visconti adicto a los after hours. Y demuestra con creces que, lejos del decorativismo acartonado de la versión que Jack Clayton firmó en 1974 con Robert Redford y Mia Farrow, ha sabido llevar a su terreno la crónica del declive americano que Scott Fitzgerald escribió en los años 30 sin saber que estaba siendo visionario.

Dinero, fiestas y Visconti

 

A Baz Luhrmann no le interesa demasiado establecer paralelismos entre la dolce vita pre Crack del 29 y el orgasmo de los mercados pre Lehmann Brothers. En su cine, todo es superficie, todo nos habla en plano detalle. Al espectador no le costará demasiado percibir la facilidad con que el discurso socioeconómico de El Gran Gatsby se proyecta en la contemporaneidad. La primera parte de la película es una fiesta eterna bañada en Veuve Clicquot, una orgiástica y condensada reformulación de la escena del baile de El Gatopardo (Luchino Visconti, 1963) a ritmo hip-hopero.

Aprender a calmarse 

 

Parece que Luhrmann, el rey de la intertextualidad, el kistch y el anacronismo, estilista que hace de la vulgaridad una radical forma de refinamiento, está dispuesto a repetir la operación estética de Moulin Rouge (2001) hasta que llega el primer encuentro entre Gatsby y Daisy. En esta hermosa secuencia, que revisita la escena de la pecera de Romeo + Julieta de William Shakespeare (1996), la película aprende a calmarse y atender a lo que le importa: el amor postergado y sublimado, los obstáculos que el destino coloca entre los amantes, el orgullo de clase como veneno mortal para la pasión verdadera. Nada que no le hubiera gustado escribir a Shakespeare, nada que el propio Jay Gatsby no hubiera suscrito con una sonrisa tensa y un brindis maníaco.

Autor: Sergi Sánchez (Fotogramas)

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