jueves, 27 de junio de 2013

'Antes del anochecer': Y les dieron las doce...


Los dos jóvenes se conocían desde hacía apenas unas pocas horas. No obstante, ya eran dos auténticos enamorados, casi desde el momento mismo en que se vieron por primera vez en el tren. Andaban (no cogidos de la mano, sino de algo invisible pero mucho más fuerte) por las calles de una ciudad extraña pero que a la vez les resultaba muy familiar. Se la hicieron suya. Lo que decía ella le interesaba a él; lo que decía él le interesaba a ella. Lo que ambos decían absorbía a todo oyente que hubiera tenido la suerte de interceptar alguna de sus observaciones y/o comentarios. Pero ni los diálogos más gozosos hacían olvidar a los actores de la obra que, de vez en cuando, se tenía que mirar el reloj. No por aburrimiento, sino porque ese idilio que tan pronto había nacido... tan pronto moriría. El guiri norteamericano y la turista francesa tenían impuesta una -innegociable- hora de vuelta a casa... y cuando salió el sol, muy a su pesar, a casa volvieron.

Nueve años después, la suerte (que contó con el inestimable empujoncito de los designios de la industria editorial) propició un segundo encuentro. El escenario había cambiado. Ahora ella jugaba como local y él como equipo visitante. Casi una década había transcurrido desde su primer -y hasta la fecha último- encuentro, sin embargo, nada parecía haber cambiado entre ambos. Opiniones, ocurrencias y sentimientos intactos... solo que en un estado un poco más avanzado de maduración. Todo esto surgido como de la nada, casi sin quererlo. A veces parece (y solo parece) que las grandes conquistas apenas requieren esfuerzo. Será, quizás, por la inspiración, que como se sabe, si bien es escurridiza, también puede recuperarse con el debido estímulo. Las musas, efectivamente, existen, solo hay que saber encontrarlas. Y así, como se ha dicho, todo parece más fácil... por increíble que parezca, valga la redundancia.

Por ejemplo, durante el transcurso de la primera -y mágica- noche, los dos tortolitos contrataron los servicios de un poeta callejero. El trato consistía en que ellos debían decirle sus respectivos nombres, así como un par de conceptos. Pasados unos segundos, y para mayor asombro de los contratantes, el artista ya tenía terminada la composición, y aunque ésta no fuera precisamente digna de, por ejemplo, el Siglo de Oro (quizás por esto gustó tanto), sí que consiguió dejar un excelente sabor de boca en su audiencia. El joven gallito, que por un momento vio peligrar su conquista, insinuó que, tal vez, todo se tratara de un engaño. Que el poeta ya lo tenía todo preparado. Que tenía en su cabeza un esqueleto de rimas y versos claramente definido y adaptable a cualquier palabra que se le diera. Pero en el fondo, todas estas sospechas, como se ha dicho, tenían su origen en la más insana de las envidias.

Aceptemos pues que la improvisación existe. Que la sorpresa causada por lo espontáneo es un regalo al que no hay por qué mirar con desconfianza. Aceptemos también que en el arte (especialmente en el cine) esta alegría en potencia es poco más que una quimera. La razón: una vez el espectador ha pagado por la función (hay quien sigue haciéndolo), no hay que recriminarle el que exija al producto un mínimo de calidad, algo que normalmente puede garantizarse con un intenso trabajo de preparación. Pulir el guión, sudar la gota gorda durante el periodo de post-producción, ensayar una y otra vez, probar con nuevas tomas... todo sirve para que el cliente salga contento. A pesar de todo esto, sigue siendo posible dar la impresión (si ésta parece auténtica, nos damos por satisfechos) de que todas las horas dedicadas a que las piezas encajen, ''en realidad'' hayan sido escasos segundos.

Sin rodeos: lo que está a punto de vivirse en nuestras desérticas salas de proyección puede marcar, y puede decirse sin temor alguno a ser tildado de exagerado, un auténtico momento histórico. La razón: Richard Linklater, maestro absoluto de la improvisación impostada (en el buen sentido de la expresión), presenta por fin la película supone la culminación de su estilo; de su manera de captar la vida a través de ese artificio al que llamamos cine. Ocho años después de la formidable 'Antes del atardecer', el cineasta de Texas vuelve a buscar la compañía de Ethan Hawke y Julie Delpy, es decir, la de Jesse y Celine, ambos en plena crisis de los cuarenta (y con quienes sobra decir que se siente como en casa), para resucitar, en 'Antes del anochecer', la cumbre contemporánea del género con una de las más secuenciales -vista por capítulos- y a la vez elípticas -en conjunto- historias amorosas que nos haya dado jamás el séptimo arte (en este último aspecto, en apretada disputa con el mismísimo Ingmar Bergman y sus 'Secretos de un matrimonio', o con la forma que ha tenido siempre Leos Carax de acercarse a sus queridos actores)... y dicho sea de paso, y de nuevo sin miedo a pasarse de frenada, una de las más maravillosas.

De Viena a París, y de París al Peloponeso, antaño cuna del milagro griego (auspiciado por armas clásicas ahora añoradas... y afortunadamente reivindicadas); actualmente devastada ruina por obra y gracia de los agentes de la peor crisis económica de los últimos tiempos. Ya se sabe que nada aguanta impertérritamente el paso del tiempo, y que lo que antes fue esplendoroso puede devenir en mustio; en ceniza. Linklater lo sabe... y Hawke... y Delpy (y dicho sea de paso, también lo sabía el gran Wong Kar-Wai de 'Chungking Express', quien no podía evitar pensar en yogures caducados cada vez que pensaba en una relación sentimental). El envejecimiento no está sujeto a negociación... aunque tampoco está escrito en el destino que dicho proceso tenga que ser un suplicio. Como ya sucediera en el segundo episodio de su particular romance, el guión, escrito a seis manos, se descubre, desde el minuto cero, como lo que cabía esperar: un templo erigido en honor a la naturalidad, a la química, al ingenio y al diálogo como vehículo para alcanzar todas estas virtudes que, a veces, resulta que sí son imperecederas.

Jesse y Celine definitivamente lo son. En un pueblo con mar, las dos almas gemelas hacen acopio de eterna juventud -de espíritu- y nos seducen, una vez más, haciendo lo que mejor se les da. Caminando, observando, escuchando y, por supuesto, hablando. De nada y de todo. Hawke y Delpy, perfectamente fusionados con sus respectivos personajes, filosofan, se detienen en lo banal y construyen un trascendente (pero nada cargante) y pasional tango dialéctico confirmado por la deliciosa voz de Cháris Alexíou, encargada de turno de bajar el telón... a la espera de que, algún día -por qué no- éste vuelva a subir. Esta tercera entrega, mejor que la segunda, que al mismo tiempo era mejor que la primera (teniendo en cuenta que ésta ya era una joya), es deliciosa durante la bonanza; intensísima en la tempestad, y siempre espontáneamente inteligente. A ratos divertida, a ratos triste, a ratos catártica y fascinante en cada frase; en cada gesto. 'Antes del anochecer', ineludible obra maestra, tiene gracia hasta a la hora de admitir, si es que pueden considerarse como tales, sus defectos (ahí está esa divertida manera de empalmar sus alargadísimas tomas). Nos recoge y nos abandona en el momento adecuado, y de paso pone el broche de oro a una -de momento- trilogía perfecta en su imperfección, quizás porque su objeto de estudio (esto es, las relaciones de pareja, metáfora redonda de esta continua pelea que es el vida) es perfectamente imperfecto. Bravo. Bravísimo.

Autor: Víctor Esquirol Molinas (El Séptimo Arte)

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