Si Disney levantara la cabeza (algo que, siguen
diciendo por ahí, todavía es posible algún día), estaría muy orgulloso
con esta maravillosa producción tras padecer por culpa de algún que otro
batacazo importante de la factoría, y no sólo porque adapta «The Snow
Queen», el soberbio cuento de Andersen, él, un apasionado de los relatos
clásicos y retorcidillos, sino porque ha sabido recuperar, empero
remozado, el auténtico espíritu de los legendarios estudios más allá de
posibles complejos frente a la todopoderosa Pixar, socia y rival
encarnizada, quién lo diría. Lejos quedan, pues, los «Cars» varios y
otros trastos parlantes (con excepción de la deliciosa «Frankenweenie»)
de esta historia con más letra oscura de lo que en principio parece bajo
su manto gélido: dos princesas hermanas no pueden verse jamás porque la
mayor posee poderes fabulosos aunque potencialmente letales. La reina
de las nieves, podrían llamarla ya. Y mientras una lamenta la
incomunicación que sufre tras fallecer los padres de las jóvenes y se
enamora de un apuesto príncipe como mandan los cánones (o no) en cuanto
tiene la mínima oportunidad de salir al exterior y exponerse a sus
peligros, dentro de la afligida joven encerrada, de la maldita, va
germinando una semilla oscura de rencor, dolor y rabia. Magnífico
musical (numerosas de estas excelentes escenas parecen expresamente
dirigidas y coreografiadas para su traslación inmediata a Broadway, y
sin apenas realizar cambios), porque Disney vuelve a no tener prejuicios
con eso de las canciones. Hay, claro, en «Frozen» bastante humor, un
tipo rubio, guapo y modesto galán en ciernes aunque sólo venda hielo, un
reno enorme que, por su comportamiento, recuerda a un san bernardo fiel
y un tierno compañero de fatigas, el pequeño muñeco de nieve con fecha
de caducidad dispuesto hasta a derretirse por la protagonista. Y hay
también historias de amor maravillosas (las fraternales también cuentan)
y está Anna, esa heroína tan delgadísima como atrevida, aunque desde
el punto de vista sentimental tiemble y deba sufrir un durísimo revés
para el que ni ella ni el espectador estaban quizá preparados. Todo
ello, en medio de magníficos, gélidos parajes donde una bestia surgida
del resentimiento custodia el imponente castillo de la futura y
obnubilada monarca. Pero no los separen entre buenos y malos, porque, a
veces, como en la misma vida, cuesta y las apariencias engañan y la
soledad nos infecta y nos provoca desvaríos. Sí, apuesto a que la
sonrisa del viejo y astuto Walt sería de oreja a oreja.
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