miércoles, 4 de diciembre de 2013

Crítica de "El Consejero"


"Lo importante no es si te hundes o no. Lo que cuenta es qué te llevas al fondo", dice el vaquero -mitad filósofo, la otra mitad Brad Pitt- que atiende al nombre de Westray. 'El consejero' no es tanto una película como una provocación. Errática, desabrida, incómoda, falsa, impostada... y, sin embargo, absolutamente irresistible provocación. Pese a que la dirección corre a cargo de Ridley Scott y por la pantalla se arrastran cuerpos perfectos y tan conocidos como los de Michael Fassbender, Javier Bardem, Penélope Cruz, Cameron Díaz o el marido de Angelina Jolie, la cinta básicamente es texto, sólo texto, un texto que corta. Y sangra.

La prosa de Cormac McCarthy quema las retinas, las araña y se retuerce como un animal herido. Suena gradilocuente, quizá algo ridículo, pero es lo que hay. Cada frase, cada palabra, cada sílaba, conservan intactas el gesto del último martillazo. Pocos autores vivos, muertos o semovientes son capaces de describir la emoción, básicamente triste, sin recurirr al feo y siempre artificial artefacto del adjetivo. Los personajes de McCarthy hacen cosas, se mueven, bostezan, asesinan, follan, escupen... pero lo hacen convencidos de lo inútil y vacío de cada unos de sus gestos. Importa el dolor, no lo que uno siente. Y así.

'El consejero' es la historia de un error. Un error tan grande y tan grave como la misma vida. Y en la frontera. En el límite de ninguna parte. Arranca la cinta y entre las sábanas blancas con aspecto de nubes (el cielo quizá) una hombre y una mujer (Cruz y Fassbender) juegan a imaginarse felices. La felicidad huele a sexo húmedo. Corte. En un lugar infecto (el infierno tal vez) un grupo de traficantes esconden kilos y kilos de cocaína en el interior de un camión de mierda. No es metáfora, es lo que transporta: droga camuflada entre inmundicia. La mierda huele a mierda. Corte. En el lujo hortera de una mansión desproporcionadamente lujosa, un tipo ridiculamente ridículo planea un golpe; el definitivo. Corte. Un abogado, el consejero al que da vida Fassbender, sueña con robar el mayor alijo imaginable. Será sólo una vez. Sólo alguien que no ha leído a McCarthy puede ser tan ingenuo. Nada es inocente, no hay pecado sin castigo.

Lo que sigue es la pautada descripción de una fatalidad. No importa la incertidumbre de quién se salva y quién se condena. No estamos ante un 'thriller' convencional. No hay tensión. Lo que cuenta, ya lo hemos dicho, es lo que cada uno se lleva al fondo en el hundimiento necesario de todo. Nada flota.

La película no es una novela adaptada, estamos delante del primer guión escrito expresamente para el cine de un McCarthy que, en un alarde de generosidad, oficia además de productor. Las escenas se suceden sin orden aparente, sin que en ningún momento ninguna de ellas sea consecuencia de la anterior ni anuncie lejanamente la siguiente. Lo que le preocupa al escritor es el tamaño y profundidad de los huecos entre cada una de las secuencias. Es el espectador el encargado de llenarlas, de dotarlas de sentido. Y hacerlo con lo que más a mano tiene: lo peor de sí mismo.

Desde el 'polvo' limpio inicial al ejercicio sucio de masturbación sobre el capó de un coche de lujo (aquí, Camerón Díaz arrastrando sus labios, cualquiera de ellos, por el brillo descapotable de la codicia), todo es sexo. Desde la decapitación limpia de un motorista en mitad de la carretera al asesinato inundado en sangre, sucia y pegajosa sangre, por culpa de una arteria seccionada, todo es violencia. Sexo y violencia. No hay más. Y en medio, la lejana intución de un puñado de vidas que se desmoronan entre los polvos, cualquiera de ellos, de la frontera.

McCarthy se limita a enseñar, a dibujar con precisión, la línea recta hacia lo profundo del destino de cada uno de sus personajes. No hay explicaciones. Nadie aclara nada, porque las cosas que duelen, las que importan, no necesitan explicación. Es más, cualquier intento de aclarar está condenado desde el principio.

Decía Wittgenstein (con perdón) que no se puede crear una proposición con sentido en que se describa la lógica, porque la lógica 'se muestra' en las proposiciones. La lógica está presente, pero no es 'dicha' por ninguna proposición. Y lo mismo que vale para la lógica, vale para todo lo demás, incluida la vida. Para describir la vida basta un hombre solo y a punto de morir. Es imposible 'decir' la vida. La vida se 'muestra' en su agonía.

Bien es cierto que la dirección de Scott por momentos duda atrapada en el exceso de una espectacularidad siempre impostada. La puesta en escena, para aclararnos, no posee la fuerza de la sencillez animal de 'No es país para viejos' (la mejor adaptación de McCarthy a cargo de los Coen) ni siquiera la corrección fría de 'La carretera', de John Hillcoat. Y pese a ello, la condición inapelable y pesada del texto se impone. Hasta el más evidente hundimiento. Nada flota.

Autor: Luis Martínez (Diario El Mundo)

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