lunes, 17 de diciembre de 2012

Crítica de "La hija de mi mejor amigo"


 Ocho largos años dando vida al doctor House han alumbrado en el actor Hugh Laurie un carisma, incluso un “sex appeal”, que permanecían ocultos (por lo menos en papeles tan insípidos como el de papá de Stuart Little) y que han cautivado, seducido a las parroquias de los cinco continentes. Ahora Laurie regresa a la gran pantalla con un papel, el de maduro padre de familia, al que ese carisma otorga verosimilitud: que una veinteañera, que podría perfectamente ser su hija (pero que es la hija de su mejor amigo y vecino de enfrente), se enamore de él, pues, es perfectamente creíble (huelga decir que doblemente creíble el hecho de que él caiga rendido ante tan apetitoso bombón: Leighton Meester).



Acaso lo más apreciable de “La hija de mi mejor amigo” sea precisamente esa credibilidad, extensible al resto de los personajes: Catherine Keener, la sufrida, abnegada esposa engañada; el matrimonio amigo formado por Oliver Platt y la siempre en permanente estado de gracia Allison Janney (prodigiosa cuando descubre el pastel en el motel de los amantes), y los hijos de Laurie y Keener, el más bien tontainas Adam Brody y la estupenda Alia Shawkat, que no puede contener, a su pesar, algo de rabia y envidia viendo el berenjenal circundante. A la película le falta la fuerza y quizás la sorna que le hubiera insuflado un cineasta más bregado en la materia (el Frank Oz de antaño sería ideal), pero es efectiva, sumamente ingeniosa en los diálogos y, como quien no quiere la cosa, lanza sutiles torpedos a esa (falsa) paz hogareña que emblematizan esos ágapes familiares del Día de Acción de Gracias y la Navidad.

Autor: Jordi Batlle Caminal (Fotogramas)

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