De repente,
el fuego. Milagro. Donde antes había frío ahora había calor; donde antes había
oscuridad ahora había luz. Los hombres se sentaron alrededor de tan maravillosa
creación y se acercaron más y más para poder contemplarla mejor. Uno de ellos,
en un arrebato de osadía, quizás también de avaricia, alargó la mano para
hacerse con dicho tesoro. Una sensación horrible y jamás experimentada le
mordió con la furia de los dioses todo el brazo. Gritos, confusión y movimientos
desesperados para quitarse de encima aquella fuerza abrasadora. Durante la
lucha contra lo invisible, la mirada se desvío hacia la pared. Bastó una
milésima de segundo para que el pobre hombre se diera cuenta de que donde antes
solamente había muros tan muertos como fríos, ahora había una curiosa figura
que se movía tanto o más que él mismo. Cuando el dolor menguó y volvió a reinar
la calma, el panorama en la cueva había cambiado radicalmente.
El fuego ya no era el centro de atención; había
cedido todo el protagonismo a unas sombras que danzaban continuamente alrededor
de la más agradecida de las audiencias, la misma que, sin saberlo, se iba
consumiendo poco a poco en un encierro que, y éste es el consuelo de los
necios, se había convertido en algo maravilloso. Pocos días después, la fiesta
terminó, y ya solo quedaban sus ruinas: brasas humeantes, muros oscurecidos por
el humo... y tres cuerpos que yacían inertes, enfriándose a marchas forzadas.
¿Moraleja? Muchas: no se puede vivir solamente en/de la ficción; el exceso de
ilusión es nocivo; la representación distorsionada de la realidad, precisamente
lo deforma -en el peor de los sentidos- todo. La más importante, quizás, y
aplicada al caso que ahora nos concierne: hay que desapalancarse,
desentumecerse los músculos... y la mente; hay que salir. Abandonar el confort de
nuestro propio entorno y empaparnos del exterior.
Aceptar el riesgo de la aventura para así
toparnos con lo potencialmente maravilloso; para así poder realmente vivir.
Este último verbo raramente puede ser usado por los miembros la familia de
cavernícolas de la película de animación 'The Croods', pues el miedo en su
estado más puro (hablamos del temor a caer fulminado por un catarro, a ser
devorado por un dientes de sable, a ser aplastado por un mamut...) ha regido
sus vidas desde el mismo momento en que nacieron. Así no hay manera. Día sí día
también pelean a muerte con cualquier tipo de criatura por el más
insignificante bocado, vigilan con extrema cautela cada paso que dan, se lo
piensan dos, o tres, o cuatro veces antes de tomar cualquier decisión y, por
supuesto, a la mínima que se huelen el peligro, corren a encerrarse en su
oscuro, frío, pero segurísimo refugio rocoso.
Pero si
algo nos recordó este año la sociedad J.R.R. Tolkien - Peter Jackson es que no
hay peor condena que el sedentarismo, más aún si éste va vinculado a una
caverna que, como nos contó la comentada alegoría, a la larga, no tiene más que
efectos destructivos sobre sus ocupantes. A mover el culo se ha dicho. Desde su
trepidante prólogo, 'Los Croods' se reivindica en el concurridísimo escenario
de la animación por ordenador con un ritmo endiablado y con un sentido de la
espectacularidad que pone la más potente tecnología al servicio del infalible
espíritu del slapstick clásico (algo similar a ver a los grandes maestros
pioneros del séptimo arte reconvertidos en seres animados capaces de las más
increíbles piruetas). Una delicia. El guión, firmado por los directores Kirk De
Micco y Chris Sanders (¿para cuando el reconocimiento que merece este gran
animador en la sombra?) es una sorprendente y muy eficiente máquina de sonrisas
(a las que llega tanto el público adulto como, por supuesto, el más joven) en
la que la inventiva visual y el humor ingenioso forman equipo para un
divertimento espectacular, dinámico y con un excelente sentido aventurero.
Una odisea en familia y para toda la familia
donde, qué cosas, hasta el 3D da señales de vida (aunque para ello nos tengamos
que haber remontado hasta la mismísima prehistoria, período en el que, por
cierto, los más románticos sitúan los mismísimos orígenes del cine). Nicolas
Cage, por su parte, quien pone voz al torpón papá Crood, declaró en la rueda de
presentación del filme en la Berlinale que le gustaría -por qué no, ya
puestos...- rodar un musical. Visto el incomprensible éxito del último trabajo
de Tom Hooper, alguien debería ir pensando en registrar ya el título de ''El
miserable''. Inmejorable para hablar de este tristón e histriónico troglodita,
tan atrapado en su propia caricatura que no hay dibujo animado que oculte su
huella, pero que por mucho que se vea obligado a nadar en las fétidas cloacas
de la sucia industria (cosas de confiar las cuentas personales a la persona
menos indicada), de vez en cuando, ha quedado claro, se las ingenia para que su
(auto)mutilado encanto salga a la superficie. ¿La mejor película en años del
bueno de Nic? Sin duda, pero para conquistas realmente meritorias, 'Los Croods'
puede lucir en el escaparate de la DreamWorks como uno de sus productos más
logrados; además de (y a pesar de no llegar, ni mucho menos, al nivel de obra
maestra... básicamente porqué no lo quiere; porqué sabe a lo que juega) como
una solidísima razón para volver a creer en las alternativas en la liga
presidida por la mastodóntica sociedad Disney-Pixar.
Autor: Víctor Esquirol Molinas (El Séptimo Arte)
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