miércoles, 25 de septiembre de 2013
Crítica de 'La gran familia española'
La gran familia española es una comedia entre romántica y dramática desarrollada íntegramente durante el día en que dos tortolitos van a contraer matrimonio, un banquete que, como mandan los cánones del género, derivará en pequeñas catástrofes.
Dos agentes externos decoran el evento. Uno, el partido que enfrentó a España con Holanda en la final de los Mundiales de fútbol del 2010, que coincide en el tiempo con la boda y, claro está, tiene en vilo a todos los invitados. El otro es la inesperada invocación de Siete novias para siete hermanos, cuyos créditos iniciales y escena final abren y cierran la película de Daniel Sánchez Arévalo, como norte y guía, en tanto que la familia a la que pertenece el joven novio no sólo adoró siempre el clásico de Stanley Donen, sino que intentó formar una prole de varones parecida.
Ni que decir tiene que la trama se bifurca en una serie de predecibles enredos: el novio ama a su futura mujer pero también a una amiga, el padre tiene problemas cardiacos, uno de los hermanos regresa tras dos años de ausencia y descubre que su novia está enrollada con otro hermano, unas fotos salen a la luz revelando secretos de familia, etcétera.
El desarrollo es tremendamente desigual: escenas pasablemente divertidas alternan con otras bochornosas (los bailes en el jardín, un videoclip metido con calzador) y los clichés (el hermano atiborrado de antidepresivos, el hermano retrasado mental, salvados en parte por el savoir faire de Antonio de la Torre y Roberto Álamo, respectivamente) toman asiento con facilidad.
El homenaje a El guateque, de Blake Edwards, en la figura del camarero tiene una gracia muy discutible. La gran familia española, en fin, es una comedia ligera de equipaje en prácticamente todos sus apartados, lo que sin embargo no ha impedido que, esta misma semana, la Academia de las Artes y Etcétera la haya elegido como una de las cuatro obras preseleccionadas por España para ser candidata a los próximos premios Oscar.
Autor: Jordi Batlle (La Vanguardia)
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