Por norma general, si me lo estoy pasando muy bien con una película, el director me puede contar además mil de sus propias mierdas, que me da lo mismo. Tarantino me cuenta mil y una en Django Desencadenado, así que me siento especialmente afortunado por pasármelo de vicio mientras lo hace. Django Desencadenado es muchas cosas, pero la idea fuerza que une todas sus ideas es que me pareció entretenida de cojones, que es la mejor vaselina posible cuando se trata de una película cuyo director ha decidido condensar, homenajear, y actualizar, a través de su propia voz, un género entero en 140 minutos que contienen un western de venganza, un western de cazarrecompensas, un western esclavista, un western psicológico, un western paródico, un espagueti western y solo le falta poner a Jamie Foxx a bordo del Endeavor para tener Space Cowboys. Cómo Tarantino consigue dar una orientación a semejante sindiós –se me ha olvidado mencionar que incluye cierta carga mítica con referencias explícitas a El Anillo de los Nibelungos y que durante treinta minutos de su metraje se desarrolla en una sola habitación– es algo que procederé a desgranar cuidadosamente…
…ná, es por el guión, básicamente. Django Desencadenado es la obra más cohesionada de Quentin Tarantino 3.0 (su versión marcada visualmente por la incorporación de Robert Richardson como director de fotografía y narrativamente por su explosión como depredador cinematográfico en el sentido más cariñoso del término). Django es un esclavo liberado por un noble cazarrecompensas alemán de impecable prosa, King Schultz (Christoph Waltz), en busca de los tres delincuentes que oprimieron a nuestro protagonista y que solo Django puede identificar. A cambio, Django aprovechará su nueva condición para rescatar a su amada de las garras de un poderoso terrateniente. Este es el esqueleto a partir del cual Tarantino comienza a trabajar, el esqueleto que no existía en Bastardos (una película cuya trama tenemos que explicar recurriendo más veces a las palabras “y al mismo tiempo…” que “a continuación”) y que aquí le permite un punto de apoyo para comenzar a configurar su mundo y, mejor aún, le capacita para abandonar temporalmente la historia (el pequeño interludio con el “KKK”) cuando quiere, sabiendo que sigue en rumbo y puede regresar cuando quiera.
Durante una hora y media, Django es diversión sin fin. Precisamos: es un buddy movie muy graciosa con situaciones sorprendentes dominada por un dinámico Christoph Waltz en el papel de un extranjero tan enamorado de América, de sus leyes y su lenguaje, como aterrado por el cruel sistema de castas que alimenta al país. “Siento una responsabilidad hacia ti por haberte liberado”, explica Waltz a nuestro protagonista –tras una secuencia de asedio al Saloon en el que se encuentran, que Tarantino resuelve de manera brillante y revela que se ha estrujado el tarro–. King convierte en discípulo, amigo y mentor mientras la película transcurre plácidamente a tiros, entre amplios paisajes que aprovechan el máximo del formato y a un ritmo muy fluido, siempre centrada en nuestros héroes y bañada en sangre a granel, siempre buena para unas risas. Una vez terminado su adiestramiento, Django elabora con King un complejo plan para rescatar a su amada Brumhilda (Kerry Washington) del terrateniente Calvin Candie (Di Caprio). Tarantino hace zoom sobre la jeta de Leocarpio, como se vio gloriosamente en el trailer, y termina el prolegómeno.
El núcleo duro de Django Desencadenado es una escena de treinta minutos de duración en torno a una mesa a la que se sientan personajes que no están seguros de lo que va a hacer el resto de comensales al minuto siguiente. Por un lado tenemos a King y a Django, disfrazados de esclavistas en una operación secreta de rescate. Por otro lado se encuentran Candie y su anciana mano derecha y esclavo jefe, Stephen (Samuel L. Jackson), quienes no están muy del todo convencidos del engaño al que están siendo sometidos. Di Caprio y Jackson interpretan a dos de los personajes más fascinantes que ha escrito Tarantino en toda su carrera, y que soportan el discurso esclavista del film.
A juicio del director, es imposible que el esclavismo triunfara en
Estados Unidos sin la ayuda explícita de los propios esclavizados. Nunca
fue únicamente una cosa de blancos. Stephen es un sagaz y ladino
quintacolumnista que maneja sin complejos al joven señorito palurdo
sacado de Los Santos Inocentes. “Monsieur Candie”, se hace
llamar, cuando no tiene ni puta idea de francés. Di Caprio está
excepcionalmente divertido cuando tiene que disfrazar la inutilidad de
ser humano que es su personaje, experto en la pseudociencia de la
frenología, infame estratega, completo iletrado y, no menos importante,
sádico desquiciado que percibe a los negros solo un pelín por encima de
un saco de trigo. Si Candie es el gancho explosivo del film –es la
interpretación más vitalista de toda la filmografía de DiCaprio–,
Stephen es los matices y la esencia del articulado mensaje del director
en este sentido, y es la primera gran creación de Jackson por lo bien
que asume el disfraz de anciano cabrón, por su sentido de la amenaza,
sus calculados manierismos y, como siempre, por su inimitable
enunciación de los sustantivos “nigga” y “motherfucker”.
El salto entre estas dos partes de Django es suave. Tarantino ayuda a
digerirlo con una transición de unos diez minutos –el viaje a Candyland,
la mansión del potentado– para que nos acostumbremos al nuevo plan de
juego. Sin embargo, no es suficiente para esconder las pegas
fundamentales de la película, que se aprecian con más nitidez cuanto más
seria se vuelve. La primera y más obvia es Jamie Foxx, quien cumple
razonablemente cuando la película va de tiros, pero está a punto de
desaparecer cuando de hablar se trata. No se me entienda mal: no es mal
actor, pero nunca jamás ha estado por encima del personaje y aquí se
encuentra en situación de desventaja porque Waltz, Jackson y Di Caprio
tienen personajes más adaptados a esta nueva circunstancia. Es una
narrativa muy dura, lo de meter cuatro actores en torno a una mesa. Lo
pasan chungo con largas tomas, calculando las miradas, los gestos, y la
entonación, y la película se mete en una especie de burbuja de tensión
–en serio, imagináos la escena del bar en Bastardos tres veces más larga
y con las apuestas cuatro veces más altas; coñe: que Doce Hombres sin Piedad
termina cuando salen de la sala– de la que Tarantino no sabe muy bien
como salir airoso. Segunda cuestión: Tarantino no tiene fuelle para
cambiar de ritmo otra vez y para recuperar el nivel de resonancia que
alcanza el film en esos momentos. Todo lo que viene después da la
sensación de ser un pequeño epílogo y la sensación se agrava en unos dos
minutos finales bochornosos en los que el director de Knoxville vuelve a
incurrir en el peor de sus males, la incapacidad para distinguir de vez
en cuando entre el humor, agh, “transgresor” y la chuminada innecesaria
tras los extremos a los que ha llevado el film, que necesitaban de una
conclusión, quizás, más acorde en tono.
Tras mucho cavilar y con la inestimable ayuda de un lector a través de
un intercambio de emails durante esta semana, he llegado a la conclusión
de que Tarantino el Gracioso es indisociable de Tarantino el
Aficionado, que a su vez es indisociable de Tarantino, el Pedazo de
Cineasta. Todo va en el mismo paquete de una versión de sí mismo que,
para pequeña tristeza de los aficionados a sus tres primeros films,
entre los que me incluyo, se antoja definitiva. “Le encanta desafiar las
expectativas que se crean en torno a su cine”, me comentó el lector.
Aquí lo hace, pero en un entorno mucho más controlado y bajo una mano
más segura. Era imprescindible. El resultado es el que os he comentado.
Mucho nigga y mucha polla, pero al final el primer prejuicio que ha
conseguido destruir ha sido el mío propio, hacia su persona.
Autor: Rafa Martín (lashorasperdidas)
No hay comentarios:
Publicar un comentario