viernes, 14 de diciembre de 2012

Crítica de "De óxido y hueso"


La imprevisibilidad, entendida como la imposibilidad en la predicción respecto a un nuevo proyecto artístico, como rasgo distintivo. Cualidad no definitoria -mucho menos sine qua non- pero sí inherente en el currículum de muchos de los grandes cineastas que han logrado alcanzar la inmortalidad a lo largo de los más de cien años de este loco séptimo arte. La inquietud del mejor de los aventureros, que nunca renuncia a explorar un nuevo territorio (es más, va a él como atraído por una especie de irrefrenable instinto animal), manifiesta en aquellos artistas cinematográficos que incluso después de haber encontrado el éxito siguen a la caza de nuevos horizontes. A Jacques Audiard la comunidad cinéfila le prestó por fin la atención -máxima- que se merecía con la presentación de la obra maestra 'Un profeta' (cuyo único fallo fue coincidir en fechas con aquel otro monstruo titulado 'La cinta blanca').

La pregunta, tras aquella avalancha carcelaria de cine en estado punto, era evidente: Y ahora, ¿cuál es el siguiente paso? Obviamente, mirando los casos previos, no había ni la menor pista para dilucidar dudas. Mejor ni molestarse (y que sirva para futuras ocasiones), porque en efecto, Jacques Audiard ha vuelto a la carga llevándonos a un escenario que poco o nada tiene que ver con el de su último trabajo. Ya no estamos en una prisión gobernada por despiadadas mafias y en la que un joven recluso aprendía que uno de los pilares de la ley de la jungla / supervivencia consistía en tener claro en todo momento a quién hay que rendir cuentas. Cuando el director y guionista había llevado a cabo una inmejorable aclimatación a un entorno tan peligroso como jugoso, ni corto ni perezoso, decidió hacer, una vez más, las maletas y probar suerte, sin olvidarse de su interminable búsqueda de aires completamente nuevos.

Así empieza precisamente su última película, la esperadísima 'De óxido y hueso', presentada en Cannes, donde compitió, para no faltar a la más reciente tradición, directamente con Michael Haneke (y donde, también por no desentonar, volvió a ser destronada por el mismo rival). En un lugar de Francia, un hombre y su hijo se dirigen hacia el sur; hacia una nueva vida, huyendo semi-clandestinamente de un pasado al que se pretende enterrar y dar por muerto. No existe la más remota posibilidad de echar raíces, puesto que cuando éstas hacen el menor amago de salir, hay que volver a movilizarse. ¿La razón? La naturaleza de un protagonista que, por mucho que Monsieur Audiard decida viajar constantemente, sí supone un punto de apoyo lo suficientemente sólido como para poder considerarse como una constante en el cine de este cineasta parisino.

Como ya mostró en la también magistral 'De latir mi corazón se ha parado', Jacques Audiard se mueve como pez en el agua (o para emplear la jerga al uso, ''como orca en la piscina'') en medio de mundos de hombres, en los que las pulsaciones más bajas y primitivas zarandean sin tregua a los personajes que habitan en ellos. La brutalidad, las ambiciones más oscuras (y por ello las más condenables), así como las perversiones que harían estremecerse hasta al más curtido, son como nubarrones que encapotan un cielo en el que, no obstante, de vez en cuando, y siempre de forma contundente, se filtran cegadores rayos de sol en los que se refleja lo sublime de la virtud. Porque no hay gente mala ni buena, simplemente hay personas con días buenos y con días malos (algunas con predominancia de unos u otros, cierto).

Desde que empezara en el mundo del largometraje, a Audiard no ha habido manera de encontrarle un día en el que se hubiera levantado con el pie izquierdo. 'De óxido y hueso' es precisamente la última muestra de ello. Un trabajo quizás no tan memorable como aquellos en los que ha salido a relucir todo su talento, pero sin duda impecable en su ejecución y de una efectividad abrumadora a la hora de alcanzar sus objetivos. Los contrastes repiten en el papel de catalizador de una historia que sobre el papel nos remite a la tercera cinta del mismo autor, 'Lee mis labios', en la que el amor surgía en las condiciones más adversas entre dos personajes definidos al principio por sus handicaps tanto en el plano físico como en el emocional. El personaje femenino ya no sufre sordera, sino una traumática pérdida de las dos extremidades inferiores. El macho alfa de turno repite en la incapacidad de establecer vínculos afectivos (tanto en relaciones como amorosas como en familiares).

La bella y la bestia (encarnados respectivamente por unos magníficos Marion Cotillard y Matthias Schoenaerts, dejando claro que Audiard es también un grandísimo director de actores, tras obrar sendos milagros con Mathieu Kassovitz, Emmanuelle Devos, Romain Duris, Tahar Rahim...) se encuentran, se acercan e interactúan durante dos horas en un sobre cómo complementarse (quedándonos con la punta del iceberg, y como si habláramos del imperecedero cuento de Frank L. Baum, la carencia de piernas, puede, y conste la inseguridad al respecto, encontrar su curación en la falta de cerebro / corazón, y viceversa) en la fuerza salvadora de un amor que por su parte no duda en mostrar sus paradojas. Porqué sí, a quien más daño se hace es a quien más se quiere, y porque hay ciertas metas que no pueden alcanzarse sin previos sacrificios. Y esto que la historia (a partir de varios relatos escritos por Craig Davidson) parecía que vagaba sin rumbo ni intenciones definidas.

Por supuesto que los tiene, estando el timón de la nave a manos de un capitán que ha demostrado siempre saber lo que hace. A sus sesenta años, Jacques Audiard, más que estar oxidado, se confirma como uno de los cineastas en ''operativo'' más modernos en todo el panorama internacional. La edad, combinada con la innegable juventud de espíritu, resulta en una mente brillante que sabe que el buen estilo es el que se usa como vehículo, no como objetivo. Sólo así pueden coexistir Bruce Spingsteen con Katy Perry, o B-52 con Django Django (en lo que es otra excelente selección musical, y van...). Sólo así lo a simple vista grotesco y efectista se convierte en sensibilidad; en pura espiritualidad carnal, que no son dos términos tan enfrentados, como podría parecer en un principio. Sólo así el melodrama de domingo por la tarde muta en película a la que se oye respirar y acercarse a un espectador que no puede permanecer impermeable. Es complicadísimo, pero afortunadamente hay quienes siguen haciéndolo -insultantemente- fácil.

Autor: Víctor Esquirol Molinas (El Séptimo Arte)

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