lunes, 6 de enero de 2014
Crítica de "La vida secreta de Walter Mitty"
En 1943, el escritor James Thurber publicaba en New Yorker el artículo La vida secreta de James Thurber como respuesta a la lectura del libro autobiográfico La vida secreta de Salvador Dalí. Con su humor elegante y sofisticado, expresaba su saludable perplejidad ante la distancia, en apariencia infranqueable, que separaba la infancia excesiva y automitificada del surrealista de la apacible iniciación de un muchacho de Ohio. Algunos años antes (1939), Thurber había publicado, también en New Yorker, uno de sus relatos más influyentes, bajo el título (¿premonitorio?) de La vida secreta de Walter Mitty. En dicho texto, además de crear un arquetipo perdurable —el del tipo ordinario que oculta una tumultuosa vida imaginaria—, Thurber resolvía el dilema que la obra de Dalí le plantearía más tarde: la diferencia entre Thurber y Dalí era la diferencia entre el alma europea (levantada sobre los territorios del inconsciente) y el alma estadounidense (aferrada a la tierra, funcional). Walter Mitty, así, puede ser interpretado como la respuesta americana a la relación entre el individuo y el inconsciente: una figura definida en la sistemática represión de los circuitos del deseo, un infeliz condenado al perpetuo coitus interruptus de su imaginación.
En 1947, Walter Mitty adoptó el rostro de Danny Kaye en una versión cinematográfica que no satisfizo a Thurber. No podemos saber lo que pensaría el escritor de la nueva lectura que ahora propone Ben Stiller en calidad de director y estrella, pero lo cierto es que la película se afirma como una de las más aparatosas interpretaciones desnortadas de un gran texto que ha dado el cine reciente. Stiller enmarca la peripecia en el trasvase digital de la revista Life: las formas son elegantes y seductoramente excéntricas, pero los subtextos ponen los pelos de punta. A ratos, Stiller parece apuntar al lenguaje del blockbuster de acción como equivalente americano del inconsciente, pero es una falsa pista: La vida secreta de Walter Mitty se degrada, en sus manos, en una fantasía de autoafirmación y autoayuda.
Autor: Jordi Costa (Diario El País)
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