Scorsese cierra su excepcional ópera bufa sobre
los excesos del capitalismo con un plano de una audiencia hipnotizada
por los trucos motivacionales de Jordan Belfort. Si ésta fuera una
película sobre el Holocausto, ese plano equivaldría al de un montón de
judíos entrando en una cámara de gas creyendo que iban a ducharse. Sí,
así de cruel es esta farsa que tiene más de cine de terror que de
comedia grotesca. Y esa crueldad descarnada es la que la distingue de
«Uno de los nuestros» o «Casino». Esta vez, los gángsters son la voz de
los mercados, los agentes de bolsa de pacotilla que roban a los pobres y
engañan a los ricos para ser millonarios. No hay redención para ellos,
tampoco culpa. Es una nueva capa en el cine mafioso de Scorsese, la de
la inmoralidad que se alimenta de sí misma incluso cuando celebra esa
lealtad masculina, testosterónica, tan típica del cine de su autor.
A un filme que empieza con un campeonato de tiro
de enanos en una oficina que parece hervir en pleno clímax orgiástico
no se le puede pedir que dé marcha atrás. Sería bastante absurdo
exigirle contención a una película que habla de la cultura del derroche,
y Scorsese se sumerge en este mundo atávico, primitivo, a un ritmo
espídico sin atender a razones. Se esnifa tres horas de metraje mientras
demuestra que el hundimiento de Lehman Brothers y el escándalo de las
hipotecas «subprime» fueron provocados no sólo por la erótica del dinero
sino también por la obsesión de todo americano por la compra-venta de
felicidad y estatus, por la necesidad de creer en un líder que lanza
gritos de bunga-bunga como si viviera en un permanente ritual de
apareamiento. La película nos condena a estar con ellos, con los
verdugos que años más tarde desencadenarían la crisis, y especialmente
con Belfort, que habla a cámara o en «voice over» sin intención de
caernos simpático (una de las escenas más extremas e hilarantes del
filme lo ridiculizan mientras intenta articular palabra y conducir su
deportivo drogado hasta las cejas). «El lobo de Wall Street» es hortera y
agresiva, y ambos calificativos son sendos cumplidos. No hay
glorificación: da la impresión que su histrionismo es puro documental.
En su quinta colaboración con Scorsese, DiCaprio da el do de pecho
sosteniendo a un personaje despreciable. El gran logro de su
interpretación es que su carisma como estrella nunca esconde la
vulgaridad de Belfort. Lo más triste es que, en la espiral de sexo,
drogas y fajos de billetes en que se resume sus años más locos, era tan
fácil vender un bolígrafo como aplastar al prójimo.
Autor: Sergi Sánchez (Diario La Razón)
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